Claves para entender el 11-M. Cap. 4. Las falsedades de la Historia oficial (I)
El totalitarismo ilustrado y el Motín contra Esquilache
Por Doutdes
CLAVES PARA ENTENDER EL 11M
CAPÍTULO 4: LAS FALSEDADES DE LA HISTORIA OFICIAL (I)
El totalitarismo ilustrado y el Motín contra Esquilache
Doutdes
Escribió Balzac: “Hay dos historias, la oficial, embustera, que se enseña ad usum delfín, y la real, secreta, en la que están las verdaderas causas de los acontecimientos: una historia vergonzosa”.
Si recordamos la frase: “Es conveniente que el pueblo sea guiado y no
que sea instruido, no es digno de serlo”, seguramente la mayoría
pensará que se trata de una reflexión hecha por un retrogrado defensor
del oprobioso Antiguo Régimen. Pues no, esa frase es, ni más ni menos,
que del masón ilustrado Voltaire, que tras reiterar a lo largo de su
vida el lema “aplastemos a la Infame” refiriéndose a la Iglesia
Católica, en sus postreros instantes mendigó la extremaunción, igual
que antes y después habrían de hacer otros masones famosos, y no un
doctorado honoris causa sobre el Gran Arquitecto del Universo, como cabría esperar de su filiación.
Si recordamos la afirmación de que “el bien de la sociedad requiere que
los conocimientos del pueblo no se extiendan más allá de sus labores” o
la reprobación que el mismo personaje dirigía hacia quien “enseña a
leer y escribir a personas a las que sólo debería instruirse en el
manejo de la garlopa, el serrucho y la escofina", casi todos pensarán
que quien las formuló era un pensador de la denostada Iglesia católica,
defensora siempre -dirán- de los privilegios de los poderosos. Pues no,
tampoco en este caso estarían en lo cierto los ingenuos receptores
contaminados por la versión retroprogre de la Historia. Esas dos frases
son de La Chalotais, el ilustradísimo promotor para una Educación Nacional en Francia
y le sirvieron como acusación contra los jesuitas y otros clérigos, que
cometían el delito de querer enseñar a leer y a escribir a los hijos
del pueblo. Y así, el no menos ilustrado Gabriel-FranVois Coyer, autor
del Plan de Educación Pública de 1770, propuso expulsar y
devolver a sus padres a los hijos del pueblo que de la mano de los
religiosos ocupaban 2460 plazas de las 5160 existentes en los colegios
parisinos. Poco después, el no va más de los ilustrados, el filósofo
Philipon de La Madeleine, propuso que la práctica de la escritura fuera
prohibida a los hijos del pueblo. Como dice Jean Sévilla en su
magnífica obra Históricamente incorrecto : “El pueblo de la Ilustración, el pueblo ideal, es el pueblo sin el pueblo”.
En España, para nuestra desgracia, desde hace casi doscientos cincuenta
años y con honrosas excepciones, muchos de los proclamados
intelectuales, la mayoría de las veces nadie sabe el porqué, los
denominados artistas, casi siempre sin mérito alguno, y la mediocre
cuando no antipatriótica clase política tienden a minusvalorar la
inmensa obra pre-ilustrada española.
Si mostramos admiración por nuestras majestuosas catedrales, afirman
sin más reflexión que se trata de manifestaciones del fanatismo
religioso. Si alabamos las obras maestras de Cervantes, Lope, Góngora,
Quevedo o Calderón, a los pontífices del relativismo sólo les importa
remarcar que se trata de genios aislados o de voceros de una sociedad
carca y beata, que además no les permitía escribir libremente. Si
intentamos mostrar las aportaciones a la filosofía, la sociología, la
política y la economía de la Escuela de Salamanca, los intelectuales
del no sé qué las liquidan con una simple acusación de escolasticismo,
como si la pertenencia a esa corriente del pensamiento fuera un pecado
contra el progreso, cuando lo cierto es que su apuesta por la libertad
política y económica fue modélica y revolucionaria. Si razonablemente
se pretende dar una explicación medida de la magnitud de un logro como
fue la conquista y colonización de América, el mestizaje y la
cristianización, la respuesta de estos jueces mediáticos del
pensamiento es tan falsa y burda como la afirmación que Felipe González
hizo en su día al presidente mexicano Ernesto Zedillo: "Hombre, Ernesto, si en algo somos expertos los españoles es en exterminar indígenas".
Todo vale para devaluar nuestra cultura, ocultar nuestras enormes
aportaciones al desarrollo de las artes y del pensamiento, y negar la
formulación absolutamente innovadora de una forma de entender la
política y la economía desde el respeto a la libertad y a la dignidad
humanas en función de una visión trascendente. Entretanto, se cantan
las excelencias de cualquier manifestación menor que vino de fuera, muy
especialmente de Francia y, sobre todo, cualquiera que se corresponda
con los principios ilustrados o enciclopedistas, aunque sean deudoras
de lo español en lo poco bueno que puedan tener.
En 1786, refiriéndose a los dictadores ilustrados escribió Juan Pablo Forner en su Oración apologética por España y su mérito literario:
“Nada sirve, nada vale en la consideración de dictadores tan graves y
profundos, sino lo que se acomoda con sus repúblicas imaginarias, con
sus mundos vanos, y con el antojo de sus delirios. No hay gobierno
sabio, si ellos no lo establecen; política útil, si ellos no la dictan;
república feliz, si ellos no la dirigen; religión santa y verdadera, si
ellos, que son los maestros de la vanidad, no la fundan y determinan”.
Como diría nuestro Presidente Rodríguez, hay que conseguir la “Paz
perpetua”, sea como sea, promover la “Alianza de Civilizaciones”,
cueste lo que cueste, pues las víctimas de los atentados terroristas
son muertos y los muertos, muertos son, y si no lo son, como tales
debían comportarse, en silencio como en los cementerios.
El momento clave para la imposición de este disparate en España fue la
cruenta e ilegítima implantación de la dinastía francesa de los
Borbones, mediante las intrigas palaciegas y la falsificación del
testamento de Carlos II, lo que dio lugar a la consiguiente guerra
sucesoria con las potencias emergentes europeas por medio. Primero fue
el largo reinado (1700-1746) de Felipe V que, además de ilegítimo,
represor y antiespañol, se afanó en destruir una configuración del
Estado que, si bien por entonces estaba en cierta decadencia, había
funcionado con las reformas pertinentes durante más de dos siglos y en
los últimos años del Hechizado daba muestras de recuperación. El
reinado del primer Borbón puso en peligro incluso la soberanía
española, pues gobernó cual fiel testaferro de los intereses del Rey de
Francia, Luis XIV, que, como bien dice el historiador Domínguez Ortiz:
“Desde el primer momento actuó como si fuera el verdadero rey de España
y su nieto un mero fantoche. Le impuso los ministros que creyó
convenientes, envió tropas francesas a Flandes, alcanzó de Felipe V que
los buques franceses fueran admitidos en los puertos americanos y
gestionó para una compañía francesa el contrato del transporte de
esclavos negros”.
Por lo demás, el reinado de Felipe V se caracterizó por el
intervencionismo económico a entero beneficio de los franceses, propio
y de los suyos, como buen Borbón, siguiendo al pie de la letra la norma
masónica-ilustrada enunciada por el ilustrísimo e ilustradísimo Holbach
en su obra Sistema de la Naturaleza: “Llamamos interés al
objeto al que cada hombre, según su temperamento y las ideas que le son
propias, liga su bienestar; de donde vemos que el interés no es nunca
otra cosa que aquello que cada uno de nosotros ve como necesario para
su felicidad”. Felipe V, sin duda, se aplicó el cuento, como se lo han
aplicado cuantos masones e izquierdistas han tocado poder en España
desde entonces.
A Felipe V le sustituyó su hijo Fernando VI, que se mantuvo en el trono
tan sólo 13 años. De carácter más bien pusilánime, por suerte dejó el
gobierno en manos de una serie de ministros patriotas y competentes
como Ensenada y Carvajal, pues de lo contrario la pérdida del Imperio
seguramente se hubiera adelantado casi un siglo. El intento por
recuperar los valores que habían regido la época más brillante del
pasado tuvo un éxito relativo por las continuas presiones de Francia e
Inglaterra, que acabaron con Ensenada en el ostracismo. A ello se unió
el poco tiempo dispuesto para arreglar el desaguisado heredado y el
estado paupérrimo de las cuentas públicas tras más de cuarenta años de
reinado al servicio de los intereses franceses en lo exterior y de los
propios del Rey y su camarilla en lo interior. Con todo y con eso, en
poco más de una década, España mejoró notablemente sus comunicaciones
interiores, elevó el nivel de la enseñanza científica y técnica gracias
al trabajo de destacados miembros de las órdenes religiosas, a la vez
que se mejoraban las comunicaciones con las Indias y, sobre todo, se
aseguraba por el momento su defensa. Triste realidad la de nuestra
España desde entonces, repitiendo sistemáticamente la caída en
desgracia de los honestos patriotas para dar paso a los antiEspaña.
Finalmente, los monarcas franceses y sus ideas ilustradas se asentaban
definitivamente en España con la llegada al trono del más nefasto de
los Reyes de nuestra historia: Carlos III, un modelo de monarca al
gusto ilustrado, pues como diría Voltaire en su Diccionario Filosófico:
“Un déspota tiene siempre algunos momentos buenos, una asamblea de
déspotas no los tiene nunca”. En contra de lo que muchos historiadores
cuentan y lo que lo políticamente correcto determina hoy, Carlos III
nunca fue un monarca popular. Durante su primera etapa de reinado
(1759-1766), ya antes de los Aranda y compañía, la corrupción de sus
ministros extranjeros, la mayoría italianos con su favorito el Marqués
de Esquilache a la cabeza, era un cáncer revestido de falsa
modernización para España. El pueblo rechazaba -y estaba en su derecho-
las medidas ilustradas, limitadoras de la libertad, generadoras de
pobreza para la mayoría y promulgadas en puro despotismo, al modo que
el Rey de Prusia Federico II proclamaba: “El soberano representa al
Estado”. Los tecnócratas de tertulia y salón, de mandil, escuadra y
compás estaban además obsesionados con modificar las tradiciones y
costumbres más arraigadas libremente en el pueblo, que mostró su
rechazo desde un principio, si bien menos al monarca por aquello del
respeto que imponía un Rey, que a los ministros nombrados por él mismo.
El pueblo español con sus reyes casi siempre ha mostrado igual postura
que con sus cónyuges, pensando que al fin y al cabo todos son iguales,
así que mejor es malo conocido que bueno por conocer.
Como casi siempre en nuestra historia, el pueblo no mostró su desacato
con violencia hasta que los déspotas masones pretendieron inmiscuirse
incluso en sus costumbres más cotidianas. El pueblo había tolerado las
continuas subidas de impuestos a las que se veía sometido desde la
llegada al trono de la dinastía borbónica; carga impositiva que para
colmo venía acompañada de una carestía cada vez mayor, que se
manifestaba incluso en la escasez de alimentos de primera necesidad
como el pan o el aceite y de otros bienes primarios como el jabón.
Había soportado la liquidación de los imperfectos pero productivos
mayorazgos en beneficio de los monopolios concedidos a arbitrio real,
que provocaban una inflación galopante. Había padecido la imposición
por ley de las modas neoclásicas en la arquitectura, la pintura y la
escultura para beneficiar a mediocres artistas extranjeros que se
enriquecían con dinero público, mientras los grandes creadores
españoles eran censurados y no recibían ayuda alguna. Había
sobrellevado el fomento con sus impuestos de empresas de todo tipo para
la propiedad e íntegro beneficio del Rey. En definitiva, el pueblo
español había aguantado que el monarca, sus cortesanos y ministros cada
vez vivieran con mayor lujo y se enriquecieran creando monopolios
económicos de las necesidades de las gentes. El pueblo español había
sufrido lo que para la mayoría de los historiadores, en un ejercicio de
cinismo intolerable, era una apuesta por el progreso, la reforma y en
contra de lo retrógrado del atavismo secular.
Lo único cierto y comprobado es que el llamado atavismo secular había
creado el mayor imperio de la historia de la humanidad, unos Siglos de
Oro en las artes, las letras y el pensamiento sin parangón en ninguna
nación y un pueblo que no necesitaba a reyes despóticos ni a masones
ilustrados para “arreglarle” sus creencias y su forma de vida, pues se
la venía arreglando antes de que los traidores y los conspiradores,
apoyados por los enemigos de España y comandados por la jerarquía
iluminista, comenzaran su expolio del Imperio. ¿Qué era España antes de
la usurpación dinástica de los Borbones? ¿Qué ha sido de España desde
entonces?
La gota que colmó el vaso y el pueblo, cargado de razón, no estuvo
dispuesto a aguantar fue que encima un ministro italiano, el masón
Leopoldo de Gregorio, nombrado Marqués de Esquilache por la gracia de
su majestad, impusiera la forma de vestir a golpe de ley. Se ha
intentado ridiculizar profusamente las motivaciones profundas del
pueblo tergiversando la verdad. Se ha dicho que Esquilache con su
decreto de 19 de marzo de 1766 sólo pretendía acortar los sombreros y
capas para atemperarlos a la moda europea, es decir: para modernizar a
los españoles, e incluso se ha utilizado el argumento de que pretendía
imponer la nueva vestimenta por el bien del pueblo, ya que con ello se
facilitaría el control y el reconocimiento de los delincuentes. Pero
los españoles ya se sabe: manipulados por los poderosos que encubrían
sus intereses bajo el manto de la “tradición sacrosanta” no
comprendieron a tan gran “soñador para un pueblo”, como Antonio Buero
Vallejo lo califica en su pieza teatral así titulada. Buero, tan grande
escritor como miserable chivato en la posguerra, nos presenta al
veneciano como un patriarcal soñador reformista que, en palabras del
crítico Ruiz Ramón, procura “sueños, llevados a la acción mediante
medidas concretas, que se fundan en la creencia y en la esperanza
ilustradas de que el pueblo, provisionalmente en situación de minoría
de edad política, llegará a ser, si se le suministran los medios y la
ocasión, mayor de edad políticamente, y podrá comprender y ser dueño de
sus destinos, cuando alcance la edad de conciencia que le haga libre”.
Sobran comentarios.
En realidad, los hechos fueron bien diferentes: la rebelión de ese
pueblo que liderara unos años antes el destino del mundo fue
espontánea. Más tarde, se manipuló y se encaminó en la dirección que
interesaba para conseguir precisamente lo contrario de lo que el iluso
pueblo pretendía lograr. Pues, como dice el periodista francés Jacques
Bordit, “una revuelta puede ser espontánea, una revolución jamás lo
es”, y las revoluciones y contrarrevoluciones -añado yo- sólo las
promueve y manipula desde entonces la jerarquía iluminista que, una vez
perpetradas, afana a sus mejores voceros en la aplicación para la
posteridad del axioma volteriano: “La verdad es lo que se hace creer”.
Los que no somos fieles seguidores del relativismo volteriano
procuramos no creernos a pies juntillas esa verdad. El motín, iniciado
por grupos débiles y mal armados, se dejó crecer. Miembros destacados y
pagados actuaron a su antojo entre el gentío y comieron y bebieron en
las tabernas, avalados por determinados sujetos, sin satisfacer ningún
pago; pocos días después, varios comisionados abonaron todos los
gastos. Muchos y muy elocuentes comentarios se suscitaron durante
bastantes años sobre la forma en que se solventó el suceso, sin que
hubiese el menor interés en las alturas en averiguar lo que realmente
sucedió.
El objetivo inicial del motín había sido corregido de inmediato: se
explotó el disgusto del pueblo y se exacerbaron aún más los ánimos,
hasta el punto de que su Majestad real hubo de salir al balcón e
inclinarse ante las exigencias populares. El Rey empeñó su palabra con
la boca pequeña, como sus ascendientes y descendientes tantas otras
veces, jurando acceder a cuanto se le exigía. Pero los conspiradores
temieron que, controladas ya las turbas y alejado el peso de la
intimidación, el Rey pudiera rectificar e incluso volverse contra los
instigadores. Así que decidieron, con el pretexto de una manifestación
que iría a Palacio a vitorear al monarca, desencadenar mayores
alborotos en los que sus esbirros llevaran ya la voz cantante e incluso
se llegó a consentir que las turbas populares se armasen. Finalmente,
una vez despejado el horizonte para los promotores y asegurada la
victoria, se llevó al pueblo al convencimiento de que se había obtenido
el máximo al que se podía aspirar, aunque algunas de las promesas
reales jamás se cumplirían. A una consigna, los mismos que antes
amenazaban a Carlos III, ahora le vitoreaban sin el menor pudor. Ya no
eran más que un pueblo manipulado por profesionales, clientela
asalariada de las logias.
La indignación contra el despotismo quedaba finalmente en nada: masones
ahora españoles desplazaron al italiano, tras haber explotado la
ingenuidad del pueblo madrileño, siempre presto a tragarse caramelos
envenenados. Todo tenía un alcance mucho mayor: lo de menos, por
supuesto, era la anulación del edicto real que obligaba, bajo la
sanción de seis ducados, al corte de las capas y al cambio de
sombreros, que al pueblo tanto había enojado. Lo verdaderamente
importante era, una vez controlado el poder de nuevo por masones,
anular en los Consejos reales al católico Marqués de la Ensenada, con
el pretexto de que los amotinados habían exigido su vuelta a las altas
instancias del favor real. Con ello, se abortaba el renacimiento de la
Marina española de la que el Marqués se consideraba el paladín. Al
proyecto hegemónico de Inglaterra le resultaban muy molestos esos
planes; ya en el reinado de Fernando VI a través del embajador Keene se
había presionado al monarca hasta lograr la caída del Ministro. Una
España disociada y sin Marina haría que se viniese abajo todo el
Imperio de ultramar. Fácil resultó después a los masones relacionar a
Ensenada, dada su reconocida catolicidad sin tacha, con la Compañía de
Jesús, que iba a ser el otro blanco principal de la maniobra.
Aparece hoy fuera de toda duda que el ministro Wall y el duque de Alba
dirigieron, de acuerdo con las inspiraciones del nuevo embajador inglés
y de la jerarquía iluminista, las infames maniobras de manipulación del
motín, y que el conde de Aranda, Roda, Campomanes, Floridablanca y
demás francmasones tomaron parte en ellas. Que el duque de Alba fue
quien, de acuerdo con la masonería, fraguó el complot y lo achacó todo
después a los jesuitas, está sobradamente probado. Un historiador como
el protestante Cristóbal Mur, en su Diario para la historia de la literatura,
afirma “que el duque de Alba, en 1776, estando para morir, declaró
haber sido el autor del motín y de las patrañas contra los jesuitas”.
Su narración se basaba en el testimonio de testigos que en 1780, cuando
esto escribía, todavía vivían.
En este nuestro siglo XXI y en lo que queda de España, a la jerarquía
iluminista ya no le hacen falta guerras dinásticas, pues basta con que
se pongan bombas para ganar elecciones. ¿Para qué se necesitan
ministros extranjeros si existe una partitocracia regida por políticos
autonomísimos, por caciquillos, cuando no segregacionistas, dispuestos
a acallar cualquier logro que lleve el adjetivo español?
Hoy como ayer el pueblo es manipulado, recordemos los acontecimientos
en torno al Prestige y a la guerra contra el genocida iraquí. Pero lo
peor aún quedaba por llegar: en los idus de marzo, tras el más terrible
atentado terrorista que España ha sufrido, se encauzó el dolor de todos
con la ira de algunos “convencidos” -“asesinos, asesinos”, “vuestra
guerra, nuestros muertos”, “quién ha sido”-, para poner en el poder a
los nuevos traidores. Sólo hacía falta que la autoría material se
adjudicara a unos supuestos integristas islámicos, mientras la reacción
del “pásalo” se dirigía contra Aznar y el PP, pues contra Rouco no
hubiera colado y nadie ahora se creería -¿o sí?- que las bombas las
pusieron unos frailes.
Escribió Zbigniew Brzezinski, asesor presidencial estadounidense: “La
sociedad será dominada por una elite de personas libres de valores
tradicionales, que no dudarán en realizar sus objetivos mediante
técnicas depuradas con las que influirán en el comportamiento del
pueblo y controlarán y vigilarán con todo detalle a la sociedad”.
La jerarquía iluminista ha venido depurando esas técnicas desde el
período ilustrado y sabe que sólo un pueblo fiel a sus valores, como el
español lo fue antaño, es capaz de oponerse a sus designios, aunque no
sea más que para retrasarlos. Poderosas son las mentiras con soniquete
populista y mucho más quienes las impulsan. Tan sólo si ese pueblo
fuera culto y conociera su historia sería capaz de enterrar esos planes
para siempre, pues como dice el Apocalipsis: “Para entender el misterio
de la Bestia se requiere Sabiduría”. Dios dote de esa Sabiduría a los
españoles, para que la reflexión que hace años se hizo Albert Einstein
no continúe avanzando inexorablemente en España: “La vida es muy
peligrosa; no por las personas que hacen el mal, sino por las que se
sientan a ver lo que pasa”.
Escrito por El lector: el 22/07/2006 01:16:18Sigo
la serie con verdadera fruición, Doutdes.Ya sabía algo de la Masonería
y me ha gustado mucho tu forma de expresarte, tan clara y didáctica.
Estoy francamente impresionada. Mucho ánimo: Carmen.
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