Mohamed Atta, un estudiante modelo de la Universidad de Urbanismo de Hamburgo, estrelló probablemente uno de los dos aviones de American Airlines contra las Torres Gemelas. Ziad Samir Jarrah, un chico discreto que tenía novia y bebía alcohol, estaba al frente del comando que secuestró el avión que chocó en Pensilvania. Jamal Zougam, un joven marroquí «sociable y educado», que regentaba varios negocios en Madrid, puede ser uno de los autores materiales de los atentados del 11-M.
Los presuntos miembros de la red Al Qaeda mantienen una conducta intachable de cara a la galería. Cuales doctores Jeckyl y Mr.Hyde del siglo XXI, llevan una doble vida cuyo lema es no levantar la más mínima sospecha ni dejar rastro de sus acciones.
Ni están locos ni son agresivos, sino todo lo contrario: fríos, calculadores y con un gran autocontrol. «La locura les invalidaría para su profesión. El buen terrorista debe ajustar su actitud a una acción que es planificada al máximo, por lo que debe tener mucho autocontrol. Todo lo contrario a una acción espontánea.La clave está en la eficacia», explica Luis de la Corte, profesor de Psicología Social de la Universidad Autónoma de Madrid.
Después de recabar numerosos testimonios entre los amigos, vecinos y clientes de los tres primeros marroquíes detenidos por el 11-M -Zougam, Mohamed Chaoui y Mohamed Bekkali- la letanía de halagos empalaga: «Eran buenos chicos y muy educados», «simpáticos y trabajadores», «eran unas bellas personas».
Aparentemente, Jamal Zougam llevaba una vida normal. Trabajaba a jornada completa en sus comercios (tiendas de teléfonos móviles y de alimentación en los barrios de Lavapiés, Cuatro Caminos y Ciudad Lineal), comía en los restaurantes marroquíes cercanos, era aficionado al fútbol y siempre que podía se escapaba al gimnasio a hacer pesas, de las 22.00 a las 24.00 horas. Estaba a punto de casarse y frecuentaba pubs y bares de la zona. El día del atentado de Madrid, su amigo Ali, un marroquí de 31 años, estuvo con él y asegura que Zougam lo condenó con rotundidad y afirmó que era injusto.
«Siempre estaba trabajando, y cuando estás trabajando no tienes tiempo de hacer nada malo. Le veía de vez en cuando en la mezquita de la M-30 », indica su amigo Driss.
Según los vecinos, cuando en alguna ocasión un compatriota se desmandaba o levantaba la voz, los tres marroquíes ahora detenidos no dudaban en llamarle la atención.
La imagen de su compañero Mohamed Bekkali también está bastante alejada del prototipo de fundamentalista islámico. Procedente de Tetuán, al norte de Marruecos, Bekkali es rubio, con gafas y ojos azules. «Vestían modernos y de manera occidental. Nada de chilabas. A mí me traían muchas sudaderas blancas, eso sí, con manchas de grasa negra, que eran difíciles de quitar», relata la dueña de una tintorería de la calle Tribulete.
Lo que era vox populi era el trapicheo con los teléfonos móviles y las tarjetas pre pago, que vendían a muy buen precio. «Era el mejor negocio del barrio. La mitad de los teléfonos eran robados, porque aquí vuelan los móviles», manifiesta una vecina. En Cuatro Caminos, los vendedores de la tienda ofrecían los móviles en plena calle y allí regateaban los precios.
«Eran unos ladrones, muy listos. Yo les llevé un móvil a arreglar y me cambiaron la batería. A mi mujer también la engañaron», declara un inmigrante dominicano, de los pocos que echan pestes de ellos. Ante estas vidas ejemplares, entre los vecinos reina la sorpresa y la incredulidad: «¿No será que han querido coger a tres moritos como cabezas de turco?», se pregunta el dueño de un bar de Lavapiés.
Pablo Mejías, cliente habitual del comercio de la calle Almansa, no da crédito a que aquellos jóvenes simpáticos que siempre le hacían un regalito a su nieto puedan estar involucrados en los atentados del 11-M: «Eran muy simpáticos con todo el mundo. Cuando a mi nieta se le rompió el móvil, no le cobraba los arreglos.Eran muy buenas personas», afirma con tristeza.