Ha estado bien, aunque tampoco ha sido para tanto. Me he pasado un año estudiando, leyendo y haciendo algunas otras cosillas. Como es natural, no voy a dar la brasa aquí con mis asuntos de estos meses ni voy a extender sobre el suelo de esta página las acelgas que haya podido cultivar ni las mermeladas que haya podido elaborar en estos largos días. Nada tengo que vender, y quizás el afilado ojo del lector podría considerar, no sin razón, escasa la mercancía inspeccionable. Vuelvo, sin más, a una tarea humilde.
Pero hoy, como única excepción, quiero hacer una alusión a mis labores de este año. «La heroica ciudad dormía la siesta». Así empieza La Regenta, y esa línea escasa fue la primera que leí, antes de otras miles y miles, en la tarde de un día como hoy hace un año.
Los analistas coinciden en que Clarín no se refiere sólo a Vetusta sino a esa España de fines del XIX ociosa, adocenada y adormilada por los alcohólicos efluvios del pesimismo, la lampancia y el chismorreo. El novelista acierta, como a nadie se le escapa, a establecer con cuatro palabras un irónico contraste entre el abotargamiento que sugiere la siesta y la cualidad de heroica que, sin duda, la ciudad y el país se atribuyen a sí mismos.
Pese a las lejanas trompetas del regeneracionismo, ya inaudibles, la siesta continúa. La televisión, el consumo y un hedonismo al dictado de las novedades del mercado sumen en la modorra a un país que cree que se levanta heroico contra los males de la patria cuando vocifera en los cafés sus opiniones políticas o cuando se moviliza sectorial y puntualmente contra alguna sinvergonzonería que, por lo común, le ha afectado al bolsillo.
La indignación, como la adrenalina, se nos va por la boca y no hace masa, no crea arrojo constante, compromiso, conciencia moral, ciudadanía, ideales, sociedad civil, nada. No crea nada. El durmiente, como cuando es molestado en su butacón por un ruido, farfulla unas palabras, resopla con torpor, reacomoda sus nalgas y vuelve al digestivo sueño hasta la próxima.
Sin embargo, este diagnóstico no mezcla bien con la terapia que propongo, sugerida por Pérez Galdós en el prólogo a la segunda edición de La Regenta. Escribía: «Convendría, pues, que los censores displicentes se callaran por algún tiempo, dejando que alzasen la voz los que repartan el oxígeno, la alegría, la admiración, los que alientan todo esfuerzo útil, toda iniciativa fecunda, toda idea feliz, todo acierto artístico, o de cualquier orden que sea».
Llevamos mucho tiempo bronca va, bronca viene, y parece que la pimienta y los alfilerazos actúan, con efecto paradójico, como anestesiante cloroformo. Quizá sea la hora de probar con el oxígeno, con la alegría, con la admiración, con el aliento a los esfuerzos, iniciativas e ideas útiles y felices. Existen, pues no todo el mundo duerme la siesta o hace ruido.