CARLOS BOYERO
Imagino a los muy ricos y disolutos jugándose un poquito o un exceso de su heredado patrimonio o de sus conquistadas ganancias y plusvalías en el territorio exclusivo y sofisticado de los casinos, para tirarse el rollo con espectadores, para coquetear un ratito con la caprichosa suerte, para degustar el subidón de adrenalina que provoca el juego (también el robo legalizado o ilegalizado, aunque esa sensación no les resulta exótica, ya que suele formar parte de su actividad profesional), pero jamás haciendo quinielas o jugando a la lotería, aficiones patéticas de la clase media y baja, de lumpen y parias que necesitan la convicción de que los milagros son reales, de que la fe mueve montañas.
Sin embargo, encuentro coherente algo tan retorcido como que algunos representantes del capital puro y duro se dediquen en Navidad a comprar al exultante pueblo llano sus premiados billetes de lotería, ofreciéndoles un poquito más de la pasta que les ha regalado el cielo, para, a cambio, poder lavar sus montañas de dinero negro sin necesidad de hacer cansinos viajes a las islas Caimán, pagar cuotas de intermediarios, confiar en la palabra de los nada fiables banqueros, al hacer el trapicheo. Es obsceno.
Que sepamos, tampoco hay noticias de que le haya tocado el gordo a los concienciados y honestos dirigentes del PP. Sin embargo, todo en su radiante careto y en su feliz expresión delata que la anhelada suerte ha decidido bendecirles. No con unos vulgares millones de euros sino con la maravillosa noticia de que los chacales han engañado al irresponsable negociador y lerdo optimista Zapatero desparramando los cerebros de un par de ecuatorianos y volviendo a acojonar al personal.
Cree esta gente de orden que tienen a huevo arrasar en las elecciones, que van a recobrar la añorada tarta. Dan grima. Y el grisáceo recadero de la mafia, un tal Otegi, se solidariza cínicamente con el dolor y el desasosiego de las víctimas. En su nombre y en el de todos esos bárbaros que no disparan ni colocan bombas, que se limitan a comprender y amar las motivaciones patrióticas de los heroicos guerreros. Es asqueroso.
Cuenta el guardián de un depredador llamado Sadam Husein que éste leía mucho en su cautiverio, que repartía su comida con los animalitos, que daba de beber a las plantas. Nunca he dudado de la humanidad de los genocidas. Bush, ese aséptico muñeco dotado de poder monstruoso que llora por sus soldaditos muertos (chicanos, hispanos, blancos pobres, ralea prescindible), le ha aplicado la selvática Ley de Lynch al árabe salvaje para que todos los pringaos del universo tomemos puntual nota de que nos espera la justiciera soga si los bendecidos por Dios, por la Historia y por sus genitales, deciden que somos problemáticos para sus sagrados intereses geopolíticos y económicos. Es lo de siempre, lo de toda la vida, pero es imposible acostumbrarse, evitar el miedo y el asco.
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