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El éxito tiene muchos padres, pero el fracaso es huérfano (John Fitzgerald Kennedy) |
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No apto para lectores corrientes |
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SANTOS SANZ VILLANUEVA
Le llegó a Roberto Bolaño la notoriedad despacio y paso a paso. Durante varios lustros, siguió el trabajoso camino de concurrir a modestos premios literarios de novela y poesía, y sus obras circularon en ediciones de pequeño eco. Su fortuna empezó a cambiar en 1996 con un divertido e incisivo diccionario de escritores apócrifos, La literatura nazi en América. Y, al poco, una extensa novela sobre unos descarriados poetas mexicanos, Los detectives salvajes, difundió su nombre al hacer doblete con dos premios, el prestigioso Herralde y el polémico Rómulo Gallegos.
Desde este momento, un Bolaño ya profesional de la escritura, volcado en alimentar una absorbente pasión literaria, se convirtió en autor de culto, conoció la fama -reducida a círculos minoritarios, pero fama- y fue, para bastantes jóvenes narradores, un referente, la voz que venía a sacar a las letras americanas posteriores al boom de la decadencia y marcaba una vía de renovación hacia el futuro. Las mil páginas de la novela póstuma 2666 corroboraron con asombro esa admiración que ha producido comentarios exultantes, devociones místicas y elogios incondicionales: autor magistral, clásico indiscutido, escritor amuleto, último acontecimiento de la historia de la novela...
Bolaño fue un látigo de quienes hacen literatura que gusta al lector común. Prodigó sarcasmos, descalificaciones y burlas crueles hacia escritores que habían logrado éxito académico o comercial: desde Cela, Muñoz Molina o Pérez-Reverte hasta Sepúlveda o la flagelada «Isabelo Allende». Paradójicamente, terminó siendo un autor institucional, una de esas figuras que él despreciaba, cabeza de fila y objeto incesante de estudios, encuentros y otras convenciones de esa sociedad literaria que repelía al escritor artista y solitario, según se quería a sí mismo.
El éxito crítico obtenido por Bolaño responde a distintas razones. Se debe, sin duda, a méritos incuestionables: a la desolada profundidad que recorre su mundo (el nihilismo que brota de contemplar «un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento»), a su destreza formal, a su incisivo ingenio, y a su estilo directo y despojado de convencionalismos. En no menor medida, obedece a su filiación extrema a una de las corrientes dominantes en la literatura moderna, la que reniega del realismo y sublima la propia literatura.
La prosa de Bolaño se ha ocupado siempre, y nada más, de escritores. En este sentido, representa al máximo una de las dos grandes opciones que polarizan la literatura desde comienzos del siglo XX: el culturalismo dirigido a unas minorías selectas e intelectuales que desprecian el mal gusto y las preocupaciones comunes de la clase media. La suma de una obra que prolonga con acento personal el vanguardismo de sus maestros (Borges, Cortázar o Nicanor Parra) y el de la temática más prestigiosa entre las gentes de letras, lo que ha producido el amplio reconocimiento, ahora con dimensiones internacionales, del escritor para escritores y no para lectores corrientes que es Roberto Bolaño.
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