LUIS ANTONIO DE VILLENA
El cuento de los Reyes Magos -que apenas se celebra ya fuera de España- fue una leyenda piadosa surgida en la Alta Edad Media, hacia el siglo IX, para ser exactos. Su origen está en el Evangelio de Mateo, donde sólo se dice que «unos sabios de Oriente» se presentaron en Jerusalén a Herodes diciendo que habían visto una estrella que les anunciaba el nacimiento del «rey de los judíos». Ya sabemos lo que Herodes hizo después, pues los sabios escaparon y retornaron a sus países sin avisarle... La leyenda los hizo reyes a estos «sabios», les dio el mágico número de tres y hasta nombre: Melchor, Gaspar y Baltasar. Representan las tres partes del mundo entonces conocido -por eso, el africano es negro- y hasta otras variantes del relato medieval los vuelve santos...
Es una leyenda que (para los católicos) explica la universalidad de la salvación, pero que el arte ha llevado muy lejos y con múltiples interpretaciones. Desde los frescos magníficos de Benozzo Gozzoli en Florencia -que los retrata como príncipes del Quattrocento- hasta el hermoso poema de T. S. Elliot Viaje de los Magos, que cuenta su trastorno tras el regreso a sus reinos, su permanente turbación por lo que han visto, sin entenderlo del todo, y que culmina diciendo: Me alegraría de otra muerte.
Permítanme darles ahora, como regalo, la versión de un raro evangelio apócrifo. Sostiene su anónimo autor que no fueron tres sino cuatro los poderosos y sabios reyes que miraron la estrella. Pero uno (el cuarto) se extravió en el camino y jamás llegó a Belén. De él nunca más se supo.
Su relato cuenta que, cuando nació Jesús en el pesebre, cuatro poderosos reyes remotos, plenos de oro y sabiduría, vieron la estrella y supieron que debían ponerse en camino. Algo importante los llamaba. Tres, como sabemos, llegaron a Belén de Judá con gran comitiva. Y conocieron. Y tornaron gozosos. El cuarto rey no llegó jamás. Poseía igual poder e inteligencia, y partió de su trono con parigual o mayor séquito que sus congéneres. Pero nunca arribó. Y la pregunta no ha tenido jamás respuesta. ¿Qué le ocurrió en el camino? ¿Por qué desdeñó la estrella? ¿La vida bella y sucia? ¿El amor? ¿Descifrar otro papiro escrito en otra lengua? ¿Las caravanas que bajaban más al sur, con los hermosos y altos etíopes? ¿La fatiga, la soledad, el hastío, el vicio? ¿Tentaciones, derrotas, derrumbes? Nunca llegó a Belén. Y resulta inexplicable su ausencia ya que, claro es, tampoco retornó a su reino.
Todos hemos conocido al cuarto mago, todos tuvimos o tenemos un amigo así. La persona muy dotada que no quiere o decide no poder. Quien desdeña la ambición, quien aborrece ser trepador o cucañista como casi todos, quien no tiene tripas para medrar como los fenicios que todos -de nuevo- hemos llegado a ser. El bello perdedor, que dijera Leonard Cohen. La persona honesta a sí misma, que no quiere pisar la cabeza de los demás y escoge el ocio antes que el negocio, o tiene mala suerte. Ése es el cuarto mago del raro evangelio apócrifo. Pensad, amigos, en las infinitas ramificaciones de una vieja leyenda piadosa. Y, como decía don Ramón del Valle-Inclán, salud y buena suerte. Que haya camellos, si en ellos creéis o humanismo, al fin, si lucháis por merecerlo.
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