Gerald R. Ford fue despedido ayer en Washington como un hombre decente y un presidente que devolvió la fe al país. Los funerales de Estado concluyeron con una ceremonia estofada de solemnidad, bajo los arcos neogóticos de la Catedral Nacional, enfundado su ataúd con una bandera estadounidense, entre soldados y clérigos, mientras el país asistía a los discursos. Junto a su viuda, hijos y nietos, asistió el actual presidente, George W. Bush, varios de sus predecesores en el cargo -como George H. W. Bush, Bill Clinton o Jimmy Carter-, el fiscal general, Alberto R. Gonzáles, el antiguo secretario de Estado, Colin L. Powell, el ex alcalde de Nueva York Rudolph W. Giuliani, y muchos de sus colaboradores, caso de Henry Kissinger, Donald Rumsfeld o Dick Cheney.
Durante su alocución, el presidente Bush dijo que «conocer a Jerry Ford era conocer un cuadro de Norman Rockwell que hubiera cobrado vida». Para el jefe de la Casa Blanca «poseía un corazón tan grande y abierto como las planicies del Medio Oeste donde nació».
Bush añadió que Ford representó lo mejor de EEUU, llevando a cabo la «más dura y decente de las decisiones», en clara alusión al perdón que el extinto político dispensó a su predecesor. El indulto concedido a Richard Nixon, entonces procesado por el Watergate, flotó ayer como un crespón inevitable. Imposible ignorar que con su decisión, muy criticada en su día, Ford había asumido coser las heridas de un país conmocionado, aunque ello pudiera costarle, como así sucedió, la Presidencia.
Kissinger, hombre fuerte bajo la égida de Ford, comentó que el presidente fue «un hombre modesto y sin astucia, perfectamente equipado para restaurar la confianza de los estadounidenses en sus valores e instituciones».
«Las virtudes de Ford eran las de las pequeñas ciudades de EEUU», continuó el ex secretario de Estado, que también mencionó las especiales circunstancias en las que el difunto político llegó a la Casa Blanca, aguantando el desafío que supuso la derrota en Vietnam y reforzando las políticas dialogantes con la Unión Soviética ya iniciadas por Nixon. Con voz firme, el prestigioso analista y Premio Nobel repasó una Presidencia breve y decisiva, sometida a las marejadas de la crisis energética de 1973, las escuchas clandestinas auspiciadas por su antiguo jefe y la ambición de crear un colchón curativo que permitiera restañar las terribles hemorragias heredadas.
En el visor, persiguiendo a los miembros de la Administración comandada por George W. Bush, figuraba la sombra de Bob Woodward, el mítico periodista de The Washington Post. Woodward ha hecho pública esta semana una entrevista inédita con Ford, en la que el ex presidente criticaba las razones esgrimidas para invadir Irak y, en especial, el montaje de las armas de destrucción masiva. Más allá del escándalo, empero, los funerales fueron oficiados con limpia equidistancia.
Tom Brokaw, antiguo corresponsal de la NBC en la Casa Blanca, dijo que Ford alcanzó el poder «sin agendas ocultas, listas negras o enemigos», afirmando que fue «el hombre más agradable que jamás haya encontrado entre los políticos, también, quizá, el más inestimado».
Al término de la ceremonia, acompañada por el presidente Bush, Betty Ford, viuda del dignatario, abandonó la Catedral. Delante del cortejo fúnebre, transportado por representantes de todas las Armas del ejército estadounidense, el ataúd de Gerald Ford recibió el último homenaje en una mañana cuajada de reverencia, con las barras y estrellas ondeando bajo el cielo crudo de Washington D.C.