CARMEN RIGALT
Del año viejo se habla siempre mucho, pero el año nuevo no tiene palabras ni hechos porque no existe, es un proyecto confuso y mentiroso, un simulacro de vida, un tiempo plano que transcurre entre paréntesis. Escribo ahora bajo el síndrome del año nuevo, estoy parada al borde del abismo y no siento nada, salvo un vértigo incipiente a la altura del intestino. Es como si un ejército de termitas avanzara lentamente por mis entrañas en dirección a la cabeza. No tengo ganas de pensar (como para pensar estoy yo, con lo que ha caído), ni de hablar ni de escuchar. Sólo soy un fardo tirado en el sofá.
Me gustan las fiestas navideñas (¿pasa algo?), pero desde el 31 de diciembre hasta el 2 de enero sufro un bajón de narices. No es crisis existencial ni resaca, sino soledad física y hasta química. Pasar del ruido al silencio me deja tambaleante, atrofiada. El tiempo cae a plomo. No me refiero al tiempo en su dimensión abstracta, sino a los minutos contables de ese enorme páramo que sigue a la Nochevieja. El primero de enero es el día más horrible del año. Merecería estar dedicado a los difuntos. Por todas las rendijas se cuela el silencio y tienes que taparte la cabeza para no oír el eco de la soledad. El año nace acorchado porque la vida está en la UVI. Todo el mundo anda de mal humor. El teléfono no suena. Tampoco la lavadora, el horno, ni esos ruidos que definen la vida doméstica. De puertas para afuera no pasa nada, y lo poco que suena está grabado, como los programas de televisión que usan confeti de lata.
Todos los años nuevos de mi biografía han sido iguales entre sí, aunque haya hecho lo indecible para impedirlo. Podría identificar un año nuevo en cualquier lugar del mundo, a cualquier hora, en cualquier idioma. Lo reconocería por el largo bostezo de sus horas, por la textura apelmazada de la quietud y por las retransmisiones de los saltos de nieve. A veces tengo la tentación de huir a la otra punta del mundo, pero hasta allí me perseguirían las parabólicas. Las retransmisiones del año nuevo son la metáfora de la globalización del hastío.
Hoy, 2 de enero (día en que escribo), me lanzo a la calle de estampida. Al principio veo las cosas lejanas y desfiguradas, melancólicas, como si estuvieran poseídas por una fiebre de chicle. Pero según transcurre el día, la calle se impregna de cotidianidad y poco a poco recupera el pulso de los días. Finalmente, el tráfico me devuelve la plenitud. Estoy salvada.
Por cierto: feliz tiempo nuevo.
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