LUCIA MÉNDEZ
Tenemos revuelto el estómago desde el día 30 por la mañana. Y no por los virus que andan sueltos, ni por el turrón, ni por trasnochar. Hemos empezado el año con el estómago revuelto porque la barbarie avanza, tanto en el mundo global como en el nuestro particular.
El día 30, ultimando los preparativos de la Nochevieja, nos pusieron para desayunar a un hombre ahorcado. La soga tenía un aspecto espléndido y el hombre también. Los verdugos lo llevaban muy bien abrigado para evitar que se fuera con catarro al otro mundo. El hombre se dejó poner un pañuelo en el cuello para que la soga no le hiciera ronchas antes de asfixiarle. Ese día sólo vimos hasta que le anudaron la cuerda. Un asco suficiente para tener que apagar la tele cuando los niños preguntaron:
-«¿Y después qué viene?».
-«Después le matan».
-«¿Por qué?, ¿era malo?».
-«Sí. Pero no se puede matar a nadie, por muy malo que sea».
Este Sadam Husein era un viejo conocido nuestro. Tuvimos un presidente del Gobierno que nos dijo mirándonos a los ojos: «Creánme, tiene armas de destrucción masiva». Por eso la bandera española se plantó en las Azores para declarar la guerra a Sadam. También nos dijo aquel presidente que las tropas occidentales llevarían la democracia a Irak. Como profeta no tiene precio. Me gustaría saber si Aznar sigue pensando lo mismo, después de desayunarse, como todos, con un hombre ahorcado.
Del pasado al presente no hay más que un paso. Nuestro dolor de estómago se multiplicó por 1.000 cuando el mismo día 30 tuvimos que empezar a digerir que la barbarie etarra ha regresado a nuestras vidas probablemente para quedarse. ETA volvió con una auténtica arma de destrucción colocada en un lugar estratégico. La T-4 es una obra imponente, comparable a las Pirámides de Egipto, según recalca con envidia Joan Puigcercós. Los etarras han reducido a escombros el módulo D del parking de la T-4, la esperanza de muchos españoles, la sonrisa de Zapatero, la ingenuidad de muchos periodistas y la jeta de Arnaldo Otegi, cuyo horizonte carcelario avanza al mismo tiempo que las labores de desescombro y búsqueda de los dos desaparecidos en una zona cero que se parece a los escombros de las Torres Gemelas.
Tampoco nuestro presidente actual se ganaría la vida como profeta, puesto que sólo un día antes pronosticó que este año estábamos mejor porque no había coches bomba en Navidad. Tal vez sí tendría futuro como ilusionista, convencido de que podía conseguir lo que no logró ninguno de sus predecesores. Hace unos días, Zapatero confesó que tenía más suerte que González y Aznar porque no había tenido que asistir a ningún entierro desde que llegó a La Moncloa. Me gustaría saber qué piensa ahora, aunque intuyo que tendrá un dolor de estómago aún más fuerte que el del resto de los españoles. Y también me gustaría saber si Rubalcaba -que sabe mucho de ETA- no le advirtió con quién se jugaba los cuartos. O si se lo advirtió y él no le hizo caso.
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