Jueves, 4 de enero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6227.
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 CULTURA
Las identidades perdidas de Cynthia Ozick
La escritora, compañera de generación de Saul Bellow y Philip Roth, publica en España 'Los últimos testigos'
ANTONIO LUCAS. Enviado especial

NUEVA YORK.- En el hall de un gran hotel de Manhattan, como disuelta en el río de la gente, una mujer delicada habla por el móvil. Nadie diría que esa dama tan neoyorquina pertenece a un dream team de escritores del que también forman parte Saul Bellow y Philip Roth. Los tres conforman una enérgica generación de autores (junto a otros nombres más) que vienen tocados por el suero del judaísmo.

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«Entre tantos hombres conocidos, yo soy la más anónima», dice con humildad verdadera. «Pero me encanta sentirme integrada en esta tradición. En nosotros hay puntos comunes, como la recuperación de la memoria histórica. Pero quizás es Bellow el más europeo de los tres, y el más rebelde, personal y artísticamente».

En ese mundo macho, Cynthia Ozick (Nueva York, 1928) se hizo sitio desde la erudición -es una gran estudiosa de la tradición hebrea y la experta más notable en la obra de Henry James-, con una literatura sin concesiones donde sobresale la defensa del humanismo, la rebeldía contra la amnesia y el rechazo a la banalización. De todo esto participa, una vez más, su nueva novela publicada en España, Los últimos testigos (Lumen), donde vuelve a desplegar la comba de su tradición judía en la figura de una familia de exiliados que llega al Bronx desde la vieja Europa, huyendo del azufre nazi, en el periodo de entreguerras.

Es el clan de la supervivencia. «En todos ellos hay un extraño naufragio», afirma Ozick. «Conforman una gran tragedia, integrada por pequeños dramas que se van acoplando uno a otro». La novela es plástica y obsesiva, desoladora como no lo es la vitalidad febril de esta escritora, que habla de Nueva York con pasión, de sus amigos con amor, de la vida con afición salvaje.

«Cuando estaba trabajando la novela, me di cuenta de que mis personajes formaban una tribu golpeada, la de aquellos que dejan atrás dramáticamente su tierra para entrar en un territorio nuevo, inhóspito. Y, a la vez, esto se mezclaba con la problemática ética de la sociedad que los acoge; en esta ocasión, la sociedad estadounidense», explica. En definitiva, es un juego de identidades, de cómo el brutal exilio impone un anclaje aún más fuerte en las raíces, una vuelta a los orígenes.

De ahí esos perfiles cruzados de los protagonistas de la novela. Una familia judía, los Mitwisser, desintegrada por la diáspora. Una familia que encierra en sí misma el miedo, el fanatismo, la ingenuidad, la locura, la sombra, la luz. Y, junto a ellos, dos personajes que son la engañosa apariencia de la normalidad entre tanto desequilibio: Rose, testigo absorto de la penumbra de los Mitwisser, y Bertram, el falso protector, el piadoso sin escrúpulos, el vengador de su infancia robada.

«Todos los personajes están a la deriva, en todos ellos hay un naufragio. Son un catálogo de fragilidades», asegura. «Como lo hay en la vida, como existe en nosotros. Pero quizás el más doloroso es el del patriarca, entregado a la búsqueda de los orígenes de una secta delirante».

Cynthia Ozick forma parte de la élite intelectual de EEUU. Es una vieja conocida de revistas esenciales para el desarrollo del cuento norteamericano, como New Yorker, donde ha publicado algunos relatos míticos, como Rosa y The Shawl, una miniatura punzante sobre el Holocausto, un texto bautizado por la crítica como «memorable». Quedó finalista del Pulitzer con su novela Fame and folly y, en 2001, ganó el prestigioso National Book Critics Circle por los ensayos recogidos en Quarrell and Quandry.

Lo que ve alrededor no le gusta a esta escritora casi octogenaria. Considera desintegrado cualquier indicio de paz en Oriente Medio, arremete contra Palestina, pero también acusa a la política internacional del fracaso. «En 1995, con el asesinato de Isaac Rabin, ya era posible darse cuenta de que estamos ante un proceso imposible para la paz. Hoy día, en Palestina está gobernando un grupo terrorista», dice tensando la voz. «¿Cómo es posible algún acuerdo con esa gente?».

Pese al pesimismo, sonríe. Y vuelve a dirigir la conversación a Los últimos testigos. «Creo que los europeos pueden entender bien esta historia. Vuestra forma de mirar el mundo no es ajena a mis personajes; en definitiva, ellos vinieron de allí». Arrastrando sueños amputados, recuerdos como llagas, la vida en el alambre.

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