La extravagancia funeraria puede que sólo sea una ficción literaria, pero, para los inocentes lectores del libro, es muy creíble, como casi todo lo que le ocurre al protagonista narrador y a su padre, Karl, el verdadero héroe de esta novela fascinante, rara, que estoy seguro va a tener un público entusiasta y cautivo.

La historia de los ataúdes -imaginen una pequeña aldea de calles estrechas donde se amontonan esperando su hora- no es la más extravagante, aunque sea la que más nos choca. El padre escribe todos los días de su vida en un libro de tapas negras que sólo podrá leer su hijo el día de su muerte, un libro que le confían sus mayores el día que cumple los 12 años y es sometido a un ritual iniciático de bastante crudeza. La idea del libro que contiene todas las páginas de tu vida y que termina cuando ésta acaba es una idea muy borgiana, y en la novela vemos cómo la letra del padre se va haciendo cada vez más pequeña para usar el espacio imprescindible y que resten hojas en blanco, para que la vida no se interrumpa. Pero el estilo de Widmer no coincide en nada con el de Borges, y su prosa es ligera y punzante, a la vez que sencilla y demoledora.

La vida de Karl es también la vida de los suizos, una vida casi secreta para nosotros que imaginamos un país de tarjeta postal y de relojes cucú, sus pasiones políticas, sus gustos estéticos, su gastronomía, sus frustraciones históricas, y sus decepciones frente a las sucesivas utopías. Karl es un padre observado desde cerca por un hijo implacable pero piadoso, que recoge retazos de su vida o los reinventa según sus propios sentimientos.

¿Se trata de un homenaje al padre? Algunos han creído ver eso, un homenaje, una canción de amor y hasta un intento de reconciliación con esa figura familiar no muy bien cuidada por la literatura. Pensemos que, al fin y al cabo, las madres suelen llevarse casi siempre la parte más bonita de los recuerdos y el padre queda arrinconado en un claroscuro de la memoria.

Los lectores tienen abierta la posibilidad de pensar en su propio núcleo familiar. Por lo menos, a mí me ha pasado trasladar muchas de las experiencias de Karl, las que me convienen, a mi padre que vivió un tiempo parecido en el otro costado del planeta. Y, si no llegan a ello, quizás hacerles evocar algunos sucesos, gratos o ingratos, que llevamos registrados en nuestra alma de niños. Sobre todo, ahora que los padres se han marchado de este mundo y queremos que algo de ellos pueda seguir vivo en nosotros.