Jueves, 4 de enero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6227.
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Un 'software' decide qué libros quitar en las bibliotecas de Estados Unidos
JULIO VALDEON BLANCO. Especial para EL MUNDO

NUEVA YORK.- Cansados de libros en formol, esos clásicos en sepia que nadie reclama, los empleados de la biblioteca del condado de Fairfax (Virginia) juegan fuerte. Para ayudarse, han recurrido a un programa informático que, según el Washington Post, decidirá qué libros continúan disponibles. El criterio, ya usado por grandes superficies, como Barnes&Noble, es claro: si un volumen no fue solicitado en 24 meses, lo sacan de la biblioteca. Con suerte o pericia, algún lector lo encontrará en una librería de viejo. La noticia actualiza el mito de Fahrenheit 451 acuñado por Bradbury en su novela, cuando la policía del gusto encendía fogatas con libros sospechosos, tóxicos o incorrectos. En lugar de selecciones ideológicas, ahora triunfa la demanda traducida en bits. Cero nostalgia.

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Los defensores del censor informático arguyen que es cuestión de espacio. La moderna industria editorial bombardea a las bibliotecas con miles de volúmenes. Demasiados títulos para unas estanterías que amenazan ruina por sobrepeso. ¿Qué hacer? Sencillo: lanzar por la ventana a Aristóteles. Total, si nadie lo lee... Según explica Lisa Rein, del Post, «ya no puedes encontrar a Abraham Lincoln, sus discursos y escritos en la biblioteca regional de Pohick».

Sentada en su despacho, Linda Schlekau, directora de Pohick, acusa a los enemigos de ludistas. Afirma que cada mes rechaza unos 700 libros. Considera las críticas como salmodias bienintencionadas que levitan sobre el suelo, lejos de la acuciante realidad que sacude a los sufridos bibliotecarios. «Estamos siendo despiadados», reconoce Sam Clay a Rein, uno de los adalides de la medida, «pero un libro no es para siempre y, si tienes los anaqueles atiborrados y descubres que sólo uno de los libros ha sido solicitado, eso es un derroche». Un desembolso enorme, claro, pues el pragmatismo no informa de cómo paliar las lagunas de unos fondos libres de carrozas como Voltaire, Mallarmé o Conrad.

Fuera cánones

En realidad, el que las bibliotecas públicas utilicen criterios de selección propios del mercado suscita bastantes interrogantes. Roto el consenso cultural, presos del posibilismo posmoderno que denunciara Harold Bloom, la biblioteca pierde su condición de oasis. Ya no decide qué conviene leer en función de criterios literarios o científicos. El canon resulta un invento fascista.

Cualquier autor de éxito merece un hueco. Si las obras de Julio César, los discursos de Cicerón, las épicas aventuras de Melville o la magia de Nabokov no interesan, entonces habrá que sustituirlos por los últimos artefactos de Grisham o la enésima revisión fraudulenta del mito templario. Al cabo, ¿para qué leer La caída del Imperio Romano, de Gibbons, si cualquier escritor de best sellers informa del caso con añadidos referidos a sectas secretas, salerosos detectives, conspiraciones múltiples y profusión de túnicas sacras?

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