José Luis Giménez-Frontín
El período navideño es propicio a la formulación de palabras de «buena voluntad». Así es y está muy bien que sea, desde el momento en que el hombre articuló códigos ritualizados y los insertó en su calendario de cíclicas celebraciones anuales como barrera frente a la realidad, violenta y amoral, de la Naturaleza. No saber identificar la función del rito puede conducir, sin embargo, a la pérdida del sentido común y a creer bobaliconamente en la magia de la palabra.
Si no fuera por el estruendo de una realidad con la que ETA ha convertido en un montón de ruinas buena parte de una terminal de Barajas, lo que nos sepultaría en este período navideño sería más bien un alud de deseos de paz y de concordia. Abro al azar, por ejemplo, un periódico del día. En él, el director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones de la Universidad Carlos III, defiende en nombre del ecumenismo de las religiones monoteístas la apertura de la mezquita de Córdoba también al culto islámico.«En el origen de las tres religiones monoteístas, judaísmo, monoteísmo e islam -argumenta en El País el profesor Tamayo- existe un verdadero manantial de paz...». Una vez aclarado que ese «manantial» se llama Abrahán, muchos lectores seguimos sin comprender en qué medida ese manantial originario insufló «paz» a los monoteístas.Diría que la historia nos recuerda exactamente todo lo contrario.Las conquistas bíblicas del pueblo hebreo no fueron precisamente las de una ONG. Ni fue una desviación fanática del cristianismo la que barrió a sangre y fuego el politeísmo del Mediterráneo, sino precisamente el cristianismo originario. No fue una desviación del islam la que barrió a sangre y fuego a paganos y a cristianos de Asia Menor y el norte de Africa, sino precisamente el islam originario. Ni fue ninguna desviación del cristianismo ortodoxo la que se dedicó entusiasticamente desde el siglo III al saqueo, incendio y exterminio en los barrios judíos, cuyas sinagogas había compartido en los tiempos fundacionales (me temo que el Gulag tampoco nace de una desviación del texto o del fanatismo paranoide de un individuo).
En la página siguiente, un lector inesperadamente lúcido en el contexto de estas fechas, de nombre Carlos González Vallecino, se permite el lujo de reclamar a los portavoces de las iglesias, dispuestos a monopolizar el discurso civilizatorio, un poco de tolerancia «para los que no creen». Y les recuerda todo lo que las religiones, hoy instaladas en la sociedad de la tolerancia, les deben a quienes, desde la ciencia, la razón y el humanismo, se opusieron a «su barbarie»: «Si las instituciones religiosas -concluye- hubieran podido campar, sin freno, a sus anchas y dominarla, nuestra entera civilización resultaría una pesadilla...».
¿Y qué hacer con la mezquita de Córdoba? Pues lo mismo que la república turca hizo con Santa Sofía: convertirla -no en balde es patrimonio artístico de la humanidad- en un museo desafecto a todos los cultos.
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