FERRER MOLINA
Al margen de la tragedia irreparable de las muertes causadas por el atentado de ETA en la T-4, que al arrojar sobre la mesa del depósito de cadáveres los cuerpos de dos inmigrantes ecuatorianos demuestra hasta qué punto su guerra contra España es anacrónica; al margen del drama humano, insisto, está el aturdimiento de un Gobierno que sigue sin encontrar su sitio casi una semana después de un episodio que da una voltereta a nuestra Historia contemporánea.
No es ya que el presidente ignorase por completo que los terroristas aparcaban la dinamita en el aeropuerto de Barajas mientras él encendía complaciente y en público la pipa de la paz, o que haya jugado al equívoco macabro con las palabras para dar por suspendido -pero quién sabe aún si por roto- el proceso, o que retomara sus vacaciones en Doñana con dos hombres sepultados bajo cuatro plantas de hormigón, o que haya tardado cinco días en visitar el lugar del atentado. No. Lo dramático desde el punto de vista político es la empanada gigante de Zapatero. Hoy seguimos sin conocer cuál es su alternativa para combatir el terrorismo.
En imprudencias -no me atrevería a decir ya que semejantes ni en ese número en tan poco tiempo- han incurrido todos los presidentes, de aquí y de fuera. Pero lo hacían tras años de brega, confiados en el laurel de sus victorias y envalentonados tras los adoquines de marfil que levanta el poder. Lo asombroso en el caso de Zapatero es que aún no ha cumplido tres como inquilino de La Moncloa.
Al Gobierno se le puede perdonar que intentara poner fin al terrorismo aun a costa de dinamitar el bloque constitucional. Y eso incluso a sabiendas de que la jugada podía esconder una carambola a dos bandas: la primera, limpia, la que se hacía a la vista de todos y tenía como objetivo la paz; la otra, maquiavélica, que suponía sacar definitivamente del terreno de juego al PP -o sea, a media España- para vivir una alianza vitalicia con los nacionalistas a espaldas de una derecha desnuda y acabada tras su ridículo papel de aguafiestas.
Hasta qué extremo era el divino Pegaso el que empujaba del carro de Zapatero en este proceso y hasta dónde el infernal Othar, es cosa que nunca sabremos. Hasta qué punto estaba dispuesto a pagar un precio a ETA por ganar la paz y hasta cuál por el rédito partidista, tampoco.
Pero ya digo que los ciudadanos pueden perdonar al Gobierno errores y también marrullerías. En cambio, es más difícil que le pasen por alto la inconsciencia, que siempre transmite inseguridad. A sus ojos, un presidente que está en la inopia, que es incapaz de calibrar la repercusión de sus decisiones en asuntos de terrorismo, se convierte en un peligro. Así lo entendieron -salvando las distancias que haya que salvar- cuando abofetearon a Aznar en la mejilla de Rajoy un mes de marzo de 2004.
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