Domingo, 7 de enero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6230.
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ATENTADO / DE LA MISERIA A LA T-4
LA CASA ES UN ESQUELETO. LOS 50 EUROS AL MES DE DIEGO NO DIERON PARA MAS
Mientras los bomberos se afanan en rescatar los cadáveres de Diego y de Carlos, la periodista se sumerge, en Ecuador, en el submundo de la pobreza del que huyeron. ¿Qué será, ahora, de todos estos familiares?
ISABEL GARCIA. Machala (Ecuador)

La casa en la que nació Diego Armando Estacio Sivisapa es hoy un esqueleto a medio acabar rodeado de un pequeño huerto. La vivienda a cuya puerta llama CRONICA está ubicada en el barrio marginal de Urzesa 2 de Machala, en la provincia de El Oro, al sureste de Ecuador y limítrofe con Perú. El dinero que el ecuatoriano de 19 años, fallecido en el atentado con el que ETA ponía fin a 1.310 días sin muertos, enviaba a esta dirección -50 euros mensuales- no ha dado para más.

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Las paredes exhiben el ladrillo desnudo y aunque tienen horadado el hueco de las ventanas no hay cristales ni visillos. Dos camas con mosquiteras, una de ellas cubierta por una fina colcha a cuadros, y una vieja cocinilla componen el grueso del mobiliario. Ni hablar de un aseo, un teléfono o cualquier otro signo de bienestar. Un haz de ropa oscura masculina pende de una cuerda. Huele a viejo. El almanaque colgado en la pared se quedó anclado en el 2003 y el reloj, absolutamente decorativo, se paró no se sabe cuándo a las 10.30 horas. Se sostiene sobre una vieja televisión amarilla que funciona a ratos. Hoy se ve que no le toca.

No hay puertas que distribuyan el espacio en busca de intimidad y tampoco hacen falta. El único que habita la casa es Avelino Sivisapa, el abuelo materno de Diego Armando. «Quiero ir a España para ver por última vez a mi nieto», se lamenta mientras contempla una foto de Diego tomada las pasadas navidades en la floreciente España. «Es bien guapo el muchacho», suspira ante la imagen de un sonriente Diego que posa delante un abeto preñado de regalos sin abrir.

Fue Avelino quien crió al niño. Se hizo cargo de él cuando la marea emigratoria que ha desangrado Ecuador desmembró también a la familia. La madre de Diego Armando, Jacqueline, se marchó a Italia en 1995 cuando el hijo tenía sólo ocho años. Y al padre, Winston, conductor de profesión entonces, los continuos viajes por el país no lo dejaban parar mucho en casa.

«Mi nieto quería ser futbolista», relata Avelino paseando entre los cultivos de plátanos y maracuyá que rodean su casa. «Y no se le daba nada mal». A Diego Armando Estacio no le hacían falta apodos futbolísticos en la cancha. Su propio nombre, un homenaje al astro argentino del balón, era su mejor carta de presentación.

El muchacho nació el 7 de julio de 1987, un año después de que Maradona deslumbrara en el Mundial de México, y sus padres quisieron festejar la gesta bautizando con el nombre del Pelusa a su primer hijo varón. En la cancha de arena de la esquina, cerca de la casa de Avelino, Diego dio sus primeros toques al balón. Hoy, un puñado de críos de seis años se disputan la pelota.

Fuera por su nombre o no, el caso es que Diego Armando tenía el fútbol metido bien dentro. Hoy mismo, a las 10 de la mañana, debía de estar jugando un partido con su equipo del barrio madrileño de Entrevías, el Gran América, integrado por ecuatorianos e inscrito en una liguilla en la que compiten equipos sudamericanos.

Sus afectos estaban repartidos entre el F.C. Barcelona, la selección de Ecuador, y el Milan, al que se aficionó en Italia, donde dio sus primeros pasos en Europa. Casi a la par que su padre, Winston, hacía las maletas rumbo a España en el 2000, Diego Armando se dirigía a Milán junto a su madre y su hermana Carmen -Carmita, la llamaba él-, de 23 años. Estuvo un lustro allí hasta que en 2005 se decidió por España. Enseguida conoció a Verónica, 21 años, ecuatoriana como él, de Quito, y se trasladó a vivir con ella y su familia a un piso en Entrevías.

Cuando las zarpas de ETA se cruzaron en su vida, Diego Armando vivía un momento dulce. Estaba orgulloso porque iba cruzando las metas que se marcó cuando salió de esta deprimida Machala. Había encontrado empleo en la construcción -hasta hace unos días estuvo trabajando en las reformas de la estación de metro de Legazpi- y había dado la entrada del piso que iba a comprarse con Verónica en Getafe. Firmaban a finales de enero.

No es la primera vez que la familia de Verónica es golpeada por el terrorismo. Uno de sus hermanos, contaban los allegados en el hotel de cuatro estrellas desde el que han seguido las labores de rescate, viajaba en uno de los trenes que explotó el 11-M en Atocha. El joven, Javier Arequipa, no sufrió más daño que un buen susto y una lesión en los tímpanos afectados por el eco de las bombas. Pero, haciendo caso de la promesa de que a todas las víctimas inmigrantes serían regularizadas, se presentó ante la administración con un certificado médico como prueba de sus lesiones. Lejos de ser reconocido como damnificado, asegura la familia, lo han multado con 5.000 euros por mentiroso. «Se ve que uno tiene que morir, como Diego, para que lo consideren víctima», denunciaba Fanny Arequipa, hermana de Javier.

El abuelo Avelino supo de la desgracia por uno de sus siete hijos, todos emigrantes. «Ninguno se quedó porque aquí no hay nada», dice. Corroboran sus palabras, las calles casi vacías, sin adoquinar, salpicadas de alguna que otra tienda de abastos y una lavandera que, como antaño, ofrece sus servicios en plena calle, rodeada de cubos y un par de pastillas de jabón. Unos metros más allá está la escuela Eloy Alfaro, donde Diego estudió.

Son las 12.00 horas, el termómetro marca 30 grados y los niños, todos uniformados de azul, se encaminan hacia sus casas. Cada vez son menos en una región golpeada por la emigración y que malvive gracias al banano. Ecuador es el principal productor mundial de esta fruta y casi toda sale de Machala. Da de comer al 80% de la población de la zona. Aún así, la cesta básica de alimentos cuesta 350 euros mientras que el sueldo mínimo no llega a los 120 euros. No es extraño que sólo 300 de las 660 viviendas de Urzesa estén habitadas. «La gente se fue», dice lacónicamente un vecino.

EN BUSCA DE NOTICIAS

Los días que han mediado entre la explosión y el rescate del cadáver de Diego Armando han sido muy duros para Avelino, a quien las novedades han llegado con cuentagotas. Sigue las noticias a través de los periódicos que compra en el centro de Machala, a donde se desplaza en un destartalado autobús que tarda unos 20 minutos en llevarlo al centro.

En Urzesa es difícil conseguir los diarios. «Intento moverme bastante porque si no me desespero», dice a la vez que recuerda cómo se las ingeniaba para darle de comer a Diego -«nunca fue mimado porque sabía que nuestra comidita era pobre»- o le acompañaba a la escuela donde siempre figuró entre los mejores de la clase. «Era tímido y responsable», apostilla Avelino.

Frente a la vivienda del abuelo hay una pequeña tienda de víveres que regenta Geovanny Cuenca, de 30 años. Visita diariamente a don Avelino, 58 años, enfermo de la próstata para animarle. «Está sólo y lo está pasando muy mal», dice. El abuelo, que no ve al nieto desde que éste abandonó Ecuador, sólo piensa en conseguir un visado para estar junto a Diego. Cuando CRONICA lo visita aún no había rastro de su cadáver. «Quiero ir a España a ver por última vez a mi nieto», repite.

Con información de

Ana María Ortiz

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