Domingo, 7 de enero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6230.
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ALTERNATIVOS / UN AÑO SIN HACER «SHOPPING»
ELOGIO DE LA FRUGALIDAD TRAS EL EXCESO
LOS DE las fotos no sólo actúan en la Gran Manzana. Son los «freegan», los abanderados contra el consumismo. Y ya se extienden por Europa. Su filosofía: desechos de unos, tesoros para otros
C. FRESNEDA. Nueva York

La cita es a las 9.30 en un supermercado de la Tercera Avenida, justo a tiempo para saborear la cosecha de la noche. Más de 30 neoyorquinos de todas las edades, razas y procedencias esperan ansiosamente la señal de Janet Kalish, maestra de ceremonias, para meter las manos en la basura y recuperar todo lo que sea más o menos comestible. «No seáis tímidos», advierte Janet a los no iniciados en el arte del dumpster diving (inmersión en los desechos). «Coged todo lo que creáis que se pueda comer y ponedlo encima de aquellas cajas de cartón para repartirlo después. Pero hacedlo rápido: dentro de una hora vendrá el camión y se llevará todo esto a un vertedero».

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Poco a poco, como en el milagro del pan y los peces, las cajas se convierten en opíparas mesas donde se van apiñando lechugas y tomates, champiñones y pimientos, cebollas y ajos tiernos, calabazas y zanahorias, y manzanas, peras, aguacates... «¡Tenemos huevos!», anuncia con sorna Janet, en inglés y en español.

Janet Kalish, 44 años, es profesora y traductora del manifiesto de los freegan, el grupo que organiza las giras de la basura de Nueva York. Los freegan (de free, libre o gratis, y vegan, vegano) llevan toda la vida entre nosotros y no han hecho más que poner al día el viejo dicho: desechos de unos, tesoros para otros. Se mueven de manera más o menos invisible en muchas ciudades. Al otro lado de los Pirineos están incluso amparados por la ley.

En noches como éstas, mientras la muchedumbre solitaria camina con sus bolsas de Prada y Hermes bajo la bendición de Santa Claus en la Quinta Avenida, un puñado de ciudadanos con bolsas, maletas y cestas de la compra se ha llegado hasta el mercado D'Agostino de la Tercera Avenida para rescatar las sobras del día. Las viandas van pasando de mano en mano. Al cabo de media hora, y ante el asombro de los paseantes, la cosecha urbana está lista para el reparto. Pero antes hay que escuchar de nuevo a Janet, apelando a la conciencia de los no iniciados.

«Pensad en el trabajo y los recursos que hay detrás de estos alimentos, y que gran parte de lo que rescatamos de la basura se ha tirado simplemente para hacer hueco en las estanterías... Ahora multiplicad lo que veis por mil, cinco mil o diez mil, y tendréis una idea de lo que se desecha aquí, con más de un millón de personas que pasan hambre».

Llega pues la hora de la distribución gratuita de comida. David Ferris, 22 años, becario en un bufete de abogados, se apropia tímidamente de un surtido para ensaladas. Natalia Johnson, de 23, trabaja en una ONG y tiene ya experiencia como porteadora: «Me he traído una maleta con ruedas y con un poco de suerte me llevo la compra de dos semanas. Me cuesta bastante menos llegar a fin de mes y he conocido a un grupo de grandes amigos con los que comparto mis valores».

Crear comunidad es otro de los pilares del freeganismo, y al día siguiente de la recolecta habrá un cenáculo multitudinario (freegan feast) en la incomparable mesa redonda del squat de Chris Gutiérrez, a tiro de piedra de la estación de Grand Central. A Chris lo conocimos unos días antes en el taller de bicicletas de la calle 36, donde ayuda a la gente a construirse su propio medio de locomoción con piezas viejas o aparentemente inservibles.

«La bicicleta es el símbolo de la autonomía y de la liberación», insiste Chris, 33 años, de origen chileno. Antes de darle al fregamismo y a los pedales, Chris se codeaba con inversores y banqueros: «Entendía la vida como la persecución del lujo y del dinero. Pero todo aquello me dejaba vacío... Ahora vivo con lo mínimo en un piso ocupado, pero tengo una comunidad de gente que me respalda y en la que me apoyo. Y mi vida es más rica que la de antes».

«Artículos gratis, coge alguno», puede leerse en la escalera de acceso al squat de Chris, punto de encuentro de los freegans en el estómago de Manhattan. Pero lo que priva ahora es el menú de la noche: pasta con tomate y champiñones, hojas de parra rellenas de tofu y nueces y pastel de manza, cocinados con los ingredientes rescatados la noche anterior y preparados por una decena de voluntarios pinches de cocina, a las órdenes de Madeline Nelson, cocinera mayor.

La cena emite un humillo apremiante. En un aparte, y antes de dar la bendición oficial, hablamos con Adam Weissman, 29 años, el ideólogo de este grupo neoyorquino. «Lo que estamos buscando son alternativas al capitalismo», se explica Adam. «O cambiamos nuestro estilo de vida, o nos vamos a ver obligados a cambiar por la fuerza, cuando tengamos que pelearnos por los recursos o cuando el deterioro ecológico sea irreversible». Weissman aspira a que la gente se apunte al menos a redes como Freecycle, nacida hace tres años en Tucson, Arizona, para promover la reducción de las basuras y los desechos. Son ya 3.800 comunidades y casi tres millones de miembros los que participan en esta red de intercambio gratuito en todo el mundo, incluida España.

En la radiante bahía de San Francisco, sin duda el mayor hervidero de ideas de EEUU, surgió hace un año otra iniciativa singular en el sendero de la frugalidad: los Compact, empeñados en compactar el consumo para hacer más liviano nuestro paso por la Tierra. «La historia surgió en la reunión de un grupo de amigos, pensando en qué podíamos hacer más allá del hecho de reciclar», recuerda John Perry, 42 años. «Se nos ocurrió que podíamos comprometernos a no comprar nada nuevo durante un año, salvo alimentos, medicinas, productos de limpieza y ropa interior. La idea es satisfacer nuestras necesidades por este orden de prioridades: si no puedes pedir prestada una cosa, compártela o intercámbiala por otra, y si no, cómprala de segunda mano».

«Nos lo tomamos como un reto y firmamos un pacto que vence el uno de enero», añade Perry. «No sólo vamos a renovarlo otro año, sino que casi todos nosotros lo vamos a convertir en un objetivo vital. En mi caso, como padre de dos hijos, he descubierto que con niños es incluso más fácil. Siempre tienes alguien que te puede prestar una cuna o un carrito, la ropa te sale gratis, puedes hacer regalos de segunda mano, o fabricarlos tú mismo».


A DIETA

EL DIARIO DE JUDITH. «Eran las Navidades del 2003, estaba doblando la típica esquina de Nueva York, cargada con cuatro bolsas de plástico, y una de ellas se me rompió justo encima de un charco... ¡Todas las compras desparramadas por el barro! ¡Maldije las Navidades y todo lo que representan!».

A sus 50 años, Judith Levine se tomó aquello como una epifanía. En cuanto pasaron las sacrosantas fechas, decidió romper su carné de consumista. «Voy a pasarme un año sin hacer shopping», le dijo a su compañero, Paul Cillo, que se embarcó con ella en la aventura. El resultado es un insólito diario (Not buying it) que narra las peripecias de esta pareja de Brooklyn ese año vivido frugalmente. «Al principio sufría la adicción, pero con el tiempo la experiencia fue liberadora», admite Judith. «Te vuelves más consciente del impacto que tu consumo tiene en el medio ambiente». Judith ha vuelto a comprar, aunque de otra manera. En todo este tiempo ha descubierto que no se puede separar nuestra condición de ciudadano de la consumidor: «Dime cómo compras y te diré quién eres».

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