Si nobleza obliga, realeza... ¡para qué les cuento! Ello no impide que existan aristócratas canallas, violentos y estafadores. En España, hemos tenido algunos ejemplos, incluso recientes. Y si hablamos de príncipes, ¿será necesario recordar aquí a Víctor Manuel de Saboya, triste protagonista, junto a su primo Amadeo de Aosta y Ernesto de Hannover, en la boda de Felipe y Letizia y, más recientemente, encarcelado por las autoridades italianas por rufián y estafador?
Estos días, las monarquías europeas se han sentido conmocionadas al conocer que el príncipe Laurent, oficial de la marina e hijo menor del rey reinante Alberto de los belgas, había sido acusado, por su propio consejero, el coronel Vaessen, de apropiarse, de sustraer, de robar cientos de miles de euros de la Armada en su propio beneficio. «No tiene límites en sus gastos en objetos de lujo», ha declarado el ayudante militar.
Laurent, de 43 años, es el tercer hijo de los soberanos Alberto y Paola (los otros dos son el príncipe heredero Felipe, nacido en 1960 y la princesa Astrid, nacida en 1962). Según publicó en su día la revista francesa VSD, el joven fue fruto de las presuntas relaciones de la entonces bellísima Paola, la princesa venida del sol, con el rico financiero italiano Aldo Vastepone, en una época en la que los Lieja competían en mutuas infidelidades matrimoniales.
APARTADO DEL TRONO
Los escándalos fueron de tal magnitud que obligaron al rey Balduino a intervenir con mano dura apartando a su hermano de la sucesión al trono y designando, in pectore, a su sobrino Felipe como heredero. La muerte repentina de Balduino, ocurrida en Motril en agosto de 1993, le impidió materializar la sucesión, por lo que Alberto, que continuaba en la lista sucesoria inmediatamente detrás de su hermano, exigió ser proclamado rey.
El príncipe Laurent, el patito feo de la familia real, siempre ha dado disgustos y quebraderos de cabeza a su padre, el rey. Primero, casándose con quien quiso, aunque no con quien debía. Segundo, protagonizando pequeñas corruptelas sobre las que el soberano, incluso el Gobierno, preferían no conocer.
Hasta el pasado mes de junio que estalló el escándalo. Laurent intentó negociar con una revista del corazón belga la venta exclusiva de un reportaje sobre sus hijos gemelos Nicolás y Aymeric. Tan necesitado estaba de dinero que estaba dispuesto a aceptar los 15.000 euros que le ofrecían por sacar a sus hijos en las páginas del papel cuché.
Pero, como el Gobierno belga no es como el Gobierno español, tan cortesano y permisivo él con la familia real, el primer ministro Guy Verhofstad se vio obligado a intervenir, advirtiendo al príncipe que, si persistía en la venta de la exclusiva, perdería la asignación de 295.000 euros que, como hijo de rey, recibe anualmente del erario público.
El nuevo escándalo de corrupción, protagonizado por el hijo del soberano, ha obligado al jefe del Ejecutivo a reconocer públicamente que «el príncipe no goza de inmunidad. Ésta sólo existe para el rey, pero no para el resto de la familia real, por lo que tendrá que enfrentarse a las acciones judiciales que su comportamiento exige». Como debe ser. Igualito que en España.
POR ENCIMA DE LA LEY
La gran conmoción de los ciudadanos belgas se produjo estos días festivos cuando oyeron y vieron por televisión al rey Alberto criticar, en el tradicional mensaje navideño, a su hijo Laurent por corrupto en términos muy duros. «Ninguna persona está por encima de la ley y la justicia debe poder hacer su trabajo con toda independencia». Y como recogía la prensa escrita belga: «El rey lo ha dicho muy claro: Laurent tendrá que rembolsar».
No es la primera vez que el veterano soberano aprovecha el tradicional mensaje de Nochebuena para compartir con los ciudadanos, flamencos y valones, sus preocupaciones sociales, incluso las personales. Hace unos años dejó a los belgas con la cena atragantada, cuando oyeron a su rey reconocer, con humildad, que era padre de una hija ilegítima, una hija bastarda, llamada Delphine, nacida de una relación adúltera con la baronesa belga Sybille de Selys Longchamp.
El pasado año, casi por estas fechas, el rey Alberto aprovechó una recepción navideña, a la que asistía toda la clase política belga, para coger valientemente el toro del separatismo por los cuernos y, sin eufemismos ni paños calientes, fustigar abiertamente al nacionalismo expreso o disimulado. Parecía que hablaba de España.
No hay duda, pues, de que Alberto se ha ganado el respeto y la admiración de los belgas que reconocen tener un gran rey que nunca les defraudará porque nunca les engañará.