Una noche como la de ayer de 1948, un joven profesor de la Escuela de Comercio vallisoletana estaba con los nervios en punta al pie de los teletipos del diario El Norte de Castilla, donde hacía crítica y dibujos. Aguardaba muy impaciente la noticia del fallo del recién fundado Premio Nadal, al que había mandado en secreto La sombra del ciprés es alargada. En breve, la editorial Destino hará una tirada especial de esta novela en conmemoración del 70 aniversario de aquel episodio, que alumbró una de las voces imprescindibles de la narrativa castellana de posguerra, la de Miguel Delibes. Cumplió así el concurso la finalidad que lo había promovido: lanzar a nuevos novelistas españoles y despertar el interés por este género, entonces en horas bajas entre nosotros por culpa de otra larga sombra, la de la Guerra Civil.
Por este acierto, debido a un jurado independiente que no se prestó a las presiones ejercidas por el influyente periodista César González Ruano, que también concursaba, ocupa el Premio Nadal -además de por su veteranía- un lugar de referencia en nuestras letras. La situación de ayer a hoy ha cambiado radicalmente. Estos concursos no son lo que fue el Nadal.
En la actualidad, buena parte de ellos se suelen decantar, con un descaro absoluto, por la comercialidad y, en gran medida, han perdido la credibilidad originaria del Nadal. También la historia de este premio ha sufrido las vicisitudes de un cambio social y literario muy grandes.
En sus mejores momentos, llegó a alumbrar nombres valiosos o contribuyó a darles una imagen pública: Martín Gaite, Ferlosio, Matute... En los peores, cayó en la ansiedad por vender a costa de la calidad. Pasado el tiempo, tiene ante sí el reto fundacional, al que, en su penúltima convocatoria, ha respondido bien. En la encuesta de la revista El Cultural de este periódico, ha resultado Llámame Brooklyn elegida mejor novela de 2006, Nadal 2005 concedido a un narrador inédito, Eduardo Lago.
El premio fallado ayer supone un alejamiento de esa voluntad fundacional, aunque con un punto de equilibrio salomónico porque empareja a un consagrado, Felipe Benítez Reyes, y a una autora muy poco conocida, aunque tenga en su haber varias novelas y algún premio, Carmen Amoraga. De entrada, este doble juego de veterano y novel, de hombre y mujer, suena a maniobra comercial rutinaria. Y algo de eso sugiere también el título de la obra finalista, Algo tan parecido al amor, muy poco prometedor, sin ánimo de prejuzgar.
El ganador, Benítez Reyes tiene una obra muy extensa en varios géneros, y figura entre los cabezas de fila de la poesía posterior a los novísimos. Es un escritor de muy buena pluma, que se mueve entre la cultura y los sentimientos. Destaca la ironía de su prosa no de ficción.
Su narrativa tiende más a la creatividad verbal que a la construcción de sólidos mundos imaginarios. Hasta ahora, para mí, Benítez Reyes es un buen poeta, uno de los mejores de su generación, pero no un gran novelista. Su libro dirá si me equivoco, y si esta noche de aniversario ha sido la de unas expectativas cumplidas o no.
