Domingo, 7 de enero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6230.
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La puerta infernal de la victoria
CARLOS TORO

Iwo Jima era un áspero, estéril, desnudo, gris y negruzco islote volcánico en el archipiélago de Bonin, cerca de las Islas Marianas. ¿Por qué entonces lo ocupaban 21.000 japoneses que habían excavado, incluso con herramientas manuales, una red de 17 kilómetros de túneles que se comunicaban con 400 búnkeres exteriores?

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¿Por qué frente a aquella roca inhóspita de sólo ocho kilómetros de largo y 20 kilómetros cuadrados de extensión se reunió una poderosa flota con 250.000 hombres a bordo? ¿Por qué casi 72.000 marines desembarcaron en ella el 19 de febrero de 1945 tras una descomunal preparación artillera? ¿Por qué tanto esfuerzo, tanto gasto y, finalmente, tanta sangre para la conquista, en apariencia, de tan raquítico objetivo?

Las cifras extrañan y sobrecogen, pero tienen su justificación y su sentido. Tras la invasión de Filipinas, a finales de 1944, los norteamericanos afrontaban la parte final de la guerra en el Pacífico: el ataque directo a Japón. Antes, la toma de Saipán y Guam, en la primavera del mismo año, había proporcionado bases desde las que los bombarderos B-29 podían atacar el corazón del imperio, situado a menos de 1.500 millas náuticas (2.750 kilómetros). Pero era demasiada distancia para el radio de acción de los cazas, especialmente los P-51 Mustang, imposibilitados de escoltar en sus misiones a las superfortalezas. La solución pasaba por construir un aeródromo más cercano. Y esa solución se llamaba Iwo Jima, un pegote hosco a sólo 670 millas náuticas (1.225 kilómetros) de Japón. Los japoneses lo sabían. Por esa razón, emplearon casi un año en fortificarlo y se quedaron en él para conservarlo o morir en el empeño.

Murieron. Durante 36 días, defendieron fanáticamente cada roca, cada garganta, cada agujero, cada metro de lava, cada grieta de la que emanaban vapores sulfurosos. Perecieron prácticamente todos: 22.000. Sobrevivió un puñado de espectros que se rindieron a los marines después de haber matado a 6.821 y herido a 20.000. El heroísmo fue total y generalizado: 24 infantes de Marina ganaron la Medalla de Honor del Congreso, la más alta condecoración militar estadounidense, y un número jamás registrado en cualquier otra batalla de la Historia.

La famosa fotografía de Joe Rosenthal, premio Pulitzer e icono de una nación, fue tomada en la mañana del 23 de febrero. La idea del mando era que la bandera de las barras y estrellas ondeara en la cima del monte Suribachi, el punto más elevado de la isla (168 metros), para que su visión significara un estímulo moral para los combatientes americanos y un motivo de desánimo para los japs.

Cuando Rosenthal, un fotógrafo de 32 años de la agencia Associated Press, llegó a la cima del monte conquistado, ya ondeaba en ella una pequeña bandera de 1,37 metros por 71 centímetros. «Ya he hecho la foto», le informó el sargento Lou Lowery, fotógrafo de la revista de los marines. Rosenthal vio entonces a varios soldados que llevaban otra bandera más grande. Uno de ellos explicó: «Ésta se podrá ver desde cualquier parte». Rosenthal captó la importancia del momento. Buscó a toda prisa un ángulo, un enfoque, reguló la abertura del objetivo entre ocho y 11, a una velocidad de 1/400 de segundo y... disparó a seis hombres que clavaban un mástil entre las piedras.

Aquellos hombres, por orden de proximidad a la enseña, se llamaban Harlon H. Block, René Gragnon, John Bradley, Michael Strank, Ira Hayes y Franklin Sousley. Tres de ellos (Block, Strank y Sousley) murieron en los siguientes días de combates. La fotografía fue reproducida en 3,5 millones de carteles, 15.000 paneles publicitarios y 137 millones de sellos. Se imprimió en los bonos del tesoro y contribuyó a recaudar 200 millones de dólares para financiar el esfuerzo bélico. Sigue siendo la imagen más perdurable de la II Guerra Mundial.

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