Lunes, 8 de enero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6231.
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SECRETOS Y MENTIRAS
¿Tenía razón Hannah Arendt?
La captura del supuesto genocida argentino Rodolfo Eduardo Almirón Sena a raíz de un reportaje de este diario produce sentimientos encontrados a los periodistas que participaron en la información que provocó su encarcelamiento. Siempre nos quedará Hannah Arendt.
FÉLIX MARTINEZ

Obsesionado con los logros del nazismo y, especialmente, con el exterminio de seis millones de judíos europeos entre 1941 y 1945, hace algunos años leí todo lo que cayó en mis manos sobre la historia del Hitler, de sus principales colaboradores, del Tercer Reich y, especialmente sobre el Holocausto. La obsesión, debo admitir, nació de la lectura del primer volumen de la biografía del británico Ian Kershaw sobre el fürer, subtitulada Hubris.El ingente material bibliográfico había convertido mi casa en un siniestro y deprimente museo de la industria del exterminio.Casi todo eran estudios históricos, más o menos especializados en una u otra deportación en particular, o aportaciones sobre el nivel de responsabilidad de los principales jerifaltes nazis en el exterminio.

Sin embargo, las dos obras que más me impresionaron y que me ayudaron a aproximarme a una idea general de lo que ocurrió durante aquellos años infernales en Europa fueron los trabajos de dos pensadores políticos o filósofos judíos alemanes: Hannah Arendt y el que durante un tiempo fue su marido, Gunter Anders (antes Setern, sustituido para ocultar su origen judío).

El caso de Anders es un auténtico ensayo, un tratado filosófico sobre lo ocurrido cuando la Humanidad mostró que la maldad no tiene límites. Su obra, Nosotros, los hijos de Eichmann, escrita en 1964, dos años después de que el teniente coronel de las SS fuese ahorcado tras su juicio en Jerusalén, lleva como subtítulo Carta abierta a Klaus Eichmann. El autor judío considera que la tecnología nos ha convertido a todos en hijos de Adolf Eichmann, uno de los principales arquitectos de lo que los nazis llamaron la solución final al problema judío: su deportación a campos de concentración en los límites orientales del nuevo Reich para acabar con ellos con sistemas esclavistas de trabajos forzados o, directamente, para gasearlos e incinerarlos en los crematorios construidos al efecto. Anders, que se declara antitecnólogo, parte de la idea marxista de alienación: como ninguna de las partes implicadas en el proceso es incapaz de tener una idea general de la magnitud del extermininio que están llevando a cabo, su nivel de maldad no es superior al de otros grandes asesinos de la historia. Ni siquiera los arquitectos del sistema, por su falta de contacto directo con las partes más sórdidas del exterminio tienen una idea general de lo que están haciendo.Es como si cada uno de ellos viviera en el interior de su Matrix particular en el que su participación en el exterminio es símplemente lo que atañe a su jornada laboral. Y eso es así, asegura Anders, porque fue la primera vez que se aplicaron los principios de la Revolución Industrial a la guerra y a uno de sus principales compañeros, el odio. Por eso, la carta a Klaus Anders, el mayor de los hijos del monstruo no es sino una petición al joven de que abjure de la monumental iniquidad de su padre. Sólo así, dice Anders, todos los demás hijos de Eichmann podremos sentirnos liberados de la culpa por aquel atentado contra nosotros mismos.

Adolf Eichmann fue el teniente coronel que diseñó el transporte por tren de todos los judíos deportados en los diferentes territorios de Europa ocupados por los alemanes gobernados por Hitler para ser exterminados. Hizo su trabajo con una eficiencia digna del austríaco que era. No hubo errores. Todas las víctimas acabaron en los crematorios, como le habían encomendado. Había sido un excelente funcionario. Cuando Alemania capituló, vía el Vaticano, Eichmann pudo huir a través de ODESSA, la organización de antiguos miembros de las SS, a la Argentina, donde, junto a su familia llevaba una vida modesta, trabajando en una planta local de la Mercedes Benz bajo en nombre de Ricardo Klement, hasta que en 1960 un equipo del Mossad, el servicio secreto israelí, le secuestró, le mantuvo oculto una semana en Buenos Aires, y le envió a Jerusalén a bordo del avión presidencial de El-Al que transportaba a David Ben Gurion, que, esa semana, había acudido a reunirse con el Gobierno argentino.

En la última edición, Anders pide algo parecido al capitán William Parsons, el tripulante del bombardero B52 Enola Gay que lanzó la primera bomba atómica contra población civil en Hiroshima a las ocho de la mañana del 6 de agosto de 1945. Una sola acción que acabó con la vida de 100.000 personas en apenas unos segundos.

Pero el caso de Arendt es completamente diferente. La aproximación de la pensadora judía a Eichmann fue completamente diferente.Fue enviada a Jerusalén por The New Yorker para cubrir el juicio al teniente coronel de las SS. Desde el primer momento, las crónicas de Arendt sorprendieron e indignaron a buena parte de la comunidad judía y de la no judía por cómo presentaba al acusado. Para Arendt, Eichmann no era sino un alemán típico, acostumbrado a integrarse disciplinadamente en una jerarquía y a ascender por ella a través de la forma más eficiente de cumplir las misiones que le encomendaban.Eichmann no se escudaba en la obediencia debida, símplemente no se planteaba que las cosas pudieran ser de otra manera. Cuando los reportajes de la periodista judía se publicaban en el The New Yorker durante los dos años que duró el proceso hasta que finalmente Eichmann fue condenado a muerte y ahorcado en Jerusalén provocaba encendidos debates porque su conclusión al ver a aquel atildadlo alemán, pulcro, educado y obsesionado por demostrar con que diligencia había cumplido las órdenes no podía ser otra que, en determinadas circunstancias, cualquiera de nosotros puede ser Eichmann. De ahí que, cuando en 1963, las crónicas del juicio se publicaron en forma de libro, Hannah Arendt decidiera publicarlas bajo el título Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal.

Cuando hace unas semanas, junto a Nando García y a Joan Manuel Baliellas localizamos al presunto terrorista de Estado argentino Rodolfo Eduardo Almirón Sena, presunto jefe de la Triple A, responsable de 1.550 asesinatos, no podíamos creer que aquel anciano renqueante fuera el monstruo que nos habían descrito. Luego, cuando le detuvieron, le encarcelaron y finalmente anunciaron su extradición a Argentina, Nando, completamente en serio, comentó: «Ojalá sea culpable».Bali aún duda. Yo he sacado de la estantería las crónicas de Arendt sobre el juicio a Eichmann.

felix.martinez@elmundo.es

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