CARLOS BOYERO
Debido a mi incapacidad, nula vocación o falta de ambiciones, jamás he pertenecido a ningún equipo directivo, por lo que sólo tengo noticias de los turbios y enigmáticos contratos de confidencialidad que establecen las grandes empresas a través de las películas. Al parecer, implica no dar el cante ni antes ni después sobre los secretos, mecanismos y decisiones que se toman a nivel ejecutivo. Nada que afecte a los currantes de a pie. Esa ley del silencio es cuestión exclusiva de grandes despachos y de mucha pasta compensando la fidelidad al turbio negocio común. Vulnerarla está penado legalmente. Sospecho que otros negocios igual de prósperos que las multinacionales, aunque menos prestigiosos, e incluso ilegales, como el de la Mafia, están implacablemente asociados a la confidencialidad, con la diferencia de que en vez de amenazar con una querella al que abra el indiscreto o converso pico, lo más probable es que le regalen un pijama de cemento.
Puedo entender en función del eterno agradecimiento que les profesará su exuberante cuenta corriente que aquellos que disponen de cuotas notables de poder sean impenetrables a desvelar los misterios de la empresa, hagan pública apología de ella o se presten, aunque no sea su cometido principal, a echarle un cable al marketing sobre las maravillas de la casa. Están vendiendo el producto que les hace ricos y dichosos.
Pero me escandaliza hasta niveles alarmantes que en los últimos tiempos los presentadores, narradores, cronistas , analistas, tertulianos o invitados de cualquier programa de la tele, machaquen cada dos minutos la paciencia de los receptores describiéndonos el paraíso que nos espera en la programación que vendrá más tarde, o al día siguiente, o a la semana, o al mes, en el caso de que no cambiemos de cadena, de que no optemos por la ordinariez del zapping intentando encontrar algo sin aroma a vertedero común. Y uno acaba hasta los genitales de que la retransmisión de un partido de fútbol se convierta en un trailer abyecto, sonrojante y pesadísimo sobre las irresistibles ofertas que nos van a regalar.
Y me pregunto: ¿es obligatorio o vocacional, te lo aconseja la letra pequeña de tu retorcido contrato o simplemente te lo impone para seguir ganándote las lentejas o el caviar? Se supone que profesionalidad no implica baboseo hacia los intereses de los jefes, que la promoción es el trabajo de los publicistas, que la pretensión de credibilidad como opinador autónomo se torna grotesca cuando te dedicas a berrear perrunamente las consignas de los de arriba.
Y siempre han existido trepas de medio pelo, concienciados y lerdos, que te hablan con arrobo y sin sentido del ridículo del espíritu de la casa, como si eso fuera su definitivo amor o su familia. Prefiero al mercenario sin disfraz.
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