Lunes, 8 de enero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6231.
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EL GRAN CAMALEON SEXAGENARIO
Héroe por un día, héroe para siempre
David Bowie ha consolidado el arte de la reinvención y la ambigüedad como un arma creativa más
BORJA HERMOSO

MADRID. - Lleva 40 años David Robert Jones empeñado en retirar los guijarros del camino de vuelta, en borrar las pistas y las certezas con el único fin de proponerse una y otra vez como el eterno retorno. Siempre el camaleón, siempre Gregorio Samsa en medio de la metamorfosis. Hay que decir que la cosa había empezado fuerte. Alguien que, con 22 años (1969), se mete en su casa y compone casi del tirón un himno emocionante y lisérgico como Space oddity no es muy normal, esto habrá de reconocerse.

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Si a los dos años tiene ya en cartera otros dos discos complejos y vibrantes del calado de El hombre que vendió el mundo y Hunky Dory (1971), habrá que situar a la fiera en la limitadísima estirpe de los superdotados precoces, en plan Mozart, Picasso o Spielberg, gente que de veinteañeros ya habían apabullado al mundo.

Para entonces, ósease, con tan sólo 24 años sobre la cresta de Pájaro Loco que ya le definía, Bowie había enviado a los charts de la historia del pop-rock un puñado de canciones imborrables, como la propia Odisea espacial, Comité Cygnet, Letter to Hermione (dedicada a su ex novia), Changes, The Bewlay Brothers, Queen Bitch (dedicada a Lou Reed) o Life on Mars (destinada, aun sin proponérselo, a desarmar a toda alma sensible).

Pero llegó 1972, y con él La ascendencia y caída de Ziggy Stardust y las Arañas de Marte, Mick Ronson, Mick Woodmansey, Trevor Bolder, los alienígenas con brillantina y paquete, las fingidas felaciones al mástil de la guitarra, la eclosión del glam-rock (con permiso de T. Rex) y la Biblia en verso: había nacido una estrella. Ya nunca dejaría de serlo. Once composiciones, con, al menos, ocho obras maestras entre ellas, conformaban el quinto larga duración de David Bowie. Desde Soul love hasta Five years, pasando por Ziggy Stardust, Lady Stardust, Sufragette City o la descorazonadora Rock and roll suicide, el conjunto sonaba -sigue sonando- a la soledad no deseada de un sábado por la tarde en medio de calles mojadas, borracheras y abandonos, a ansiedad y a pérdida. No es fácil que un disco suene a todo eso; éste lo hace. Una obra que, 35 años después, sigue influyendo en sucesivas generaciones de músicos.

Para cuando Bowie conoció en Estados Unidos a especímenes como el inconmensurable -aunque también incontrolable- Iggy Pop, a San Lou Reed o al plasta de Andy Warhol, puede que ya se hubiera empezado a cansar de su personaje, el extraterrestre Ziggy, aunque siguió paseándolo ante los ojos atónitos del american way of life. Bowie zanjó su relación con Ziggy en el transcurso de una noche londinense, cuando en mitad de un show dijo aquello de: «Éste es el concierto que más tiempo permanecerá en vuestra memoria... porque no sólo es el último show de esta gira, sino que será el último show que hagamos».

Las crestas pelirrojas, los pasotes bisexuales y la dictadura del glam se iban a prolongar por espacio de algunos años y de algún disco más: Aladdin Sane (con el extraordinario Drive in saturday), Pin ups, con versiones de temas de gente como The Kinks o The Who, y Diamond dogs (grabado en 1974 sobre fondo temático de Apocalipsis y con un tema estrella, Rebel rebel) culminaron la era salvaje de Bowie, quien para entonces seguía sin dejar clara al mundo cuál era exactamente su condición sexual. Aunque tres cosas sí estaban claras: no era un supermacho, le pirraban las camas redondas con tetas y pollas y ya había declarado a bombo y platillo en la portada del Melody Maker: «Soy gay». Consciente y empresarialmente más ambiguo que un luchador de sumo bailando el Cascanueces.

Vocación de dandismo, androginia, litros de gomina y algún que otro brazo en alto a destiempo (la ideología le daba igual, no así el espíritu de la provocación) marcaron la época del Delgado Duque Blanco (Thin White Duke, otra de las criaturas paridas por el gran camaleón), donde caen discos como Young americans -con el tema homónimo como cumbre del disco y como una de las cumbres de su carrera- o Station to station: trenes que se acercan y nunca llegan, crescendos hasta el paroxismo y el romanticismo desgarrado de canciones como Wild is the wind o Word on a wing.

Para entonces, la deriva drogadicta del genio Bowie era demasiado insostenible. Berlín, Robert Fripp y Brian Eno fueron la tríada que le ayudó a ir saliendo de la fosa mediante la grabación de tres obras rompedoras, inesperadas y valientes, de sesgo vanguardista, que, con un Bowie renacido como el Ave Fénix, iban a influir bestialmente en legiones de militantes de la new wave con el sintetizador como nuevo rey: Lodger, Low y Heroes. Podemos ser héroes, sólo por un día. Toda una pelota lanzada a nuestros tejados por un tal Bowie.


Irregular, innovador, imprescindible

Bowie es uno de los tres o cuatro creadores imprescindibles de la música moderna, tal y como la entendemos desde hace 30 años. Su tema 'Ashes to Ashes', incluido en su disco de 1980 'Scary monsters', supone una de esas raras canciones que suenan a clásico desde la primera audición. Pero los 80, si exceptuamos 'Scary monsters' y 'Let's dance', no fueron precisamente metáfora de gloria para el bardo de Brixton. Ni 'Tonight' ni 'Never let me down' ni, por supuesto, la olvidable experiencia de Tin Machine, pasarán a la Historia de la música ni de nada.

Pero la década de los 90 y el nuevo siglo iban a saludar la vuelta de un David Bowie lleno de coraje y desprovisto de cualquier atisbo acomodaticio. Discos como 'Outside', 'Earthling', 'Hours', 'Heathen' o 'Reality' son la demostración de la vocación innovadora de Bowie. No siempre le sale, claro. Pero intentarlo, lo intenta. Lo mismo puede decirse de sus 'shows' en directo. Quien junta estas letras le ha visto cinco veces: Madrid, 1987, olvidable. París, 1990, extraordinario. Londres, 1995, oscuro. San Sebastián, 1998, extraordinario. París, 2003, maravilloso.

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