Lunes, 8 de enero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6231.
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Un cómico involuntario llamado... Hitler
El cineasta Dani Levy consigue que Alemania se carcajee a costa del Führer
URSULA MORENO. Especial para EL MUNDO

BERLIN.- ¿Tiene derecho Alemania a reírse de la figura más negra de su Historia? ¿Es legítimo carcajearse ante un Adolf Hitler depresivo e iracundo, que se hace pis en la cama y es impotente con Eva Braun? Es la pregunta que se hacen estos días los diarios alemanes ante el inminente estreno (el próximo jueves) de Mein Führer: Die wirklichste Wahrheit über Adolf Hitler (literalmente: Mi Führer: la verdad más verdadera sobre Adolf Hitler), comedia firmada por el judío suizo Dani Levy.

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El propio director está convencido de que la mejor terapia para los alemanes es la risa y, para ello, ha hecho una película que rompe con tabúes: una antítesis de El hundimiento de Bernd Eichinger, para entendernos. Nada tiene que ver aquel ambicioso experimento históricocinematográfico con el estilo burlesco del excéntrico creador de 49 años, que llegó hace dos décadas a Berlín.

Después de probar suerte como payaso y acróbata en un circo, de hacer sus pinitos en el teatro y de vagabundear por Estados Unidos, Dani Levy ha encontrado su destino en un cine políticamente incorrectísimo y, últimamente, de temática judía.

Mein Führer se remonta a diciembre de 1944, cuando el Tercer Reich agoniza y el mismo Hitler es consciente de su fracaso. Encarnado por el comediante, artista y cantante Helge Schneider, el Hitler de Levy es un ser enfermo y depresivo, sufre de arrebatos infantiles, se retira a su despacho, no quiere ver a nadie. Son sus acólitos los que no renuncian al sueño del poder. Sobre todo, Goebbels, convencido de que una última arenga volverá a enfebrecer a las masas para la batalla final.

Es aquí donde entra en escena el héroe de esta sátira, Adolf Grünbaum, un judío que ha dado con sus huesos en el campo de concentración de Sachsenhausen, cerca de Berlín. De allí tendrá que salir, bajo amenazas, para preparar la proclama que eleve la autoestima de sus enemigos. En la Cancillería, se convertirá en el psicólogo de Hitler.

Y es aquí donde radica la gran provocación de Levy, quien, en clave de parodia, cuenta los traumas de Hitler, que se remontan a la infancia, cuando recibía malos tratos de su padre. ¿Es Hitler un pobre hombre, víctima de las conspiraciones de Himmler, Goebbels y su séquito?

«Muestro en mi película a un Hitler digno de conmiseración, que probablemente no merecía semejante compasión», admite Levy, quien desmonta a un monstruo para que el alemán en su butaca, «eternamente culpable», pueda, por una vez, reírse de su execrable pasado. «Vivimos en un país en el que todo es posible, excepto reír sobre el nazismo», explica Levy, que ya ha dirigido 12 películas. La más conocida de ellas, El juego de Zucker (2004), era una exitosa comedia sobre un periodista judío de la Alemania Oriental, que se ve obligado a llevarse bien con su hermano ultraortodoxo si quiere cobrar la herencia de su madre.

El trauma materno

Con Mein Führer, el cineasta quiere parodiar al dictador sin caer en moralinas, aunque aborde la barbarie nazi con solución final y cámaras de gas incluidas. Es su propia terapia, confiesa, ya que su madre (superviviente del Holocausto) cambiaba de canal siempre que aparecían uniformes nazis y evitaba hablar de sus primeros 12 años de vida en Berlín. «Liberarse de aquella presión a través de la risa habría sido impensable», apunta el director y actor, que volvió a Berlín a principios de los años 80 y que, después de contar historias inocuas, ha dado con lo que da en llamar el «humor judío». La comedia en el cine, según Levy, permitiría cargar las tintas, provocando al espectador y obligándole a adoptar su propio punto de vista.

Heredera del Gran dictador, de Charles Chaplin (filmada en 1940, aunque no se estrenaría en Alemania hasta 1958), y de Ser o no ser, de Ernst Lubitsch (1942), la cinta de Levy llega en una época en que los alemanes necesitan reírse de un Hitler en la bañera jugando con barcos de guerra. Roberto Benigni abonó el terreno en 1997 con sus peripecias en el campo de concentración para distraer a un niño de una atroz realidad. «Creo que ha llegado el momento de crear nuestras propias imágenes sobre el Holocausto y no trabajar siempre sobre los retratos realistas del pasado, que no resultan ya nada reveladores», explica Levy. Todo apunta a que las protestas de la comunidad judía no se harán esperar, aunque, si a alguien se le permite rodar una comedia sobre uno de los personajes más siniestros de la historia, es precisamente a una de las víctimas. Aunque a Levy no le guste oírlo.

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