Lunes, 8 de enero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6231.
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TESTIGO DIRECTO / PERIGUEUX (FRANCIA)
¿Es la Casa Blanca un plagio arquitectónico?
La rehabilitación del Château de Rastignac muestra un sospechoso parecido con la residencia presidencial / El palacio fue acuartelamiento de los nazis y alojaba una colección de arte que sigue en paradero desconocido
RUBÉN AMON. Enviado especial

La carretera mareante y silenciosa que conduce a Perigueux (oeste de Burdeos) presenta en su recorrido de asfalto molido la recompensa de un hallazgo arquitectónico desconcertante. ¿Qué pinta la Casa Blanca a 6.000 kilómetros de Washington? ¿Qué arquitecto megalómano ha construido semejante plagio? ¿Acaso se está erigiendo secretamente un nuevo Disney en la remota campiña francesa?

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Las preguntas vienen a cuento porque el Château de Rastignac parece toda una réplica en amarillo de la residencia presidencial de Washington DC. Sus paredes alojan un despacho oval con todos los ingredientes afrodisíacos. Incluso la fachada noble del palacio sorprende a los turistas porque media docena de columnas jónicas la delimitan semicircularmente a imagen y semejanza de cuanto aparece petrificado en una de las postales más repetidas de todo el mundo.

Dentro, vive una familia holandesa que se ha tomado muy en serio los trabajos de restauración y que ha aglutinado material histórico suficiente para sostener una hipótesis que amenaza simbólicamente las relaciones francoamericanas: la Casa Blanca es un plagio del Château de Rastignac.

«Tradicionalmente, se había descartado esta posibilidad porque el palacio francés se construyó en 1817, es decir, una década más tarde de erigirse el equivalente americano», explica Richard Smets en calidad de propietario. «Se suponía que nuestro arquitecto había copiado al autor de la Casa Blanca, pero resulta que el proyecto de Rastignac ya estaba dibujado y calculado en 1789 y que tuvo que suspenderse por la irrupción de la Revolución Francesa», añade el mismo señor Smets con todos los documentos en la mano.

Tiene razón. El marqués de Pierre-Jean-Julie Chapt de Rastignac -hay que tomar aire antes de decir el nombre- escapó hacia la actual Alemania para no tener que vérselas con la guillotina en los años del terror. Antes, había dispuesto construirse un palacio en la localidad de La Bachellerie sobre los restos de una vieja propiedad familiar, pero aplazó los trabajos hasta el quinquenio 1812-1817, ignorando, seguramente, que la idea del muy solemne peristilo jónico ya estaba construida en la fachada sur de la Casa Blanca de Washington.

Podría objetarse que la coincidencia es fruto de la «contextualidad» y de la moda neoclásica, pero la similitud milimétrica de una y otra residencia -incluida la disposición en dos niveles del celebérrimo pórtico oval- necesitaba una respuesta más concreta, académica y elocuente.

Se ha ocupado de rastrearla el historiador francés François le Neil con un libro (Rastignac, lanzado por la editorial Pilate) que pone en evidencia el papel sospechosamente intermediario de Thomas Jefferson (1743-1826). Sabemos que el tercer presidente estadounidense fue embajador en París (ministro plenipotenciario, exactamente). Conocemos su afición a la arquitectura. Y también existen pruebas muy concluyentes que ubican al político norteamericano en una visita a la sede de la Société Historique et Archéologique du Perigord.

Allí, Jefferson entabló amistad con el arquitecto Charles-Louis Clérisseau, quien bien pudo haberle suministrado la idea de llevarse a Estados Unidos los diseños originales y los detalles distintivos que darían lugar después a la construcción de la famosísima Casa Blanca en su exitosa etapa presidencial.

Thomas Jefferson convirtió el proyecto político en una oportunidad para realizarse -aunque fuese implícitamente- como arquitecto. Tuvo a su favor la docilidad de un aparejador sumiso, un tal James Hoban, a quien impuso amistosamente la idea de convertir la residencia de Washington en un reflejo de las modas arquitectónicas europeas. Empezando por los planos del palacio inexistente de Rastignac, que dieron personalidad a la fachada sur y habilitaron la construcción del despacho oval.

Jefferson, proclamado presidente en 1801, comenzó a habitar la Casa Blanca un año más tarde y vio realizado su proyecto final entre 1806 y 1809. Había construido su hogar a medida. Y el de los siguientes 40 inquilinos del palacio hasta llegar a George W. Bush.

«Es verdad que lo hizo el presidente, pero no puede explicarse el palacio americano sin los planos de Rastignac», explica François le Nail. «Hoy podemos afirmar que el presidente Jefferson se hizo con una copia depositada en la Société Historique y que se la entregó al arquitecto James Hoban cuando comenzó a levantarse el palacio de la Casa Blanca al otro lado del Atlántico».

El hallazgo rehabilita póstuma y tardíamente a Mathurin Salat, cuyas manos dibujaron la originalidad de una fachada gracias a la cual puede identificarse el centro de poder en el que habitaron los dos Roosevelt, Kennedy y Ronald Reagan.

Y donde reside, paralela y simétricamente, la familia Smets, cuyo patriarca se enorgullece de haber adecentado seis habitaciones y de haberse propuesto devolverle al palacio de Rastignac el esplendor que conoció en el XIX.

«Han sido muchos los avatares que rodean su historia», explica Richard Smets. «Sin duda, los más graves ocurrieron en 1944, cuando las tropas alemanas prendieron fuego al edificio. Ardieron los techos y las moquetas. Se desconcharon las paredes. Incluso se vinieron abajo varios techos y pilares. Querían vengarse, pero no se marcharon de aquí con las manos vacías...».

Los puntos suspensivos aluden al expolio de las obras de arte que se alojaban antes de estallar la II Guerra Mundial. Un botín de 32 lienzos, entre los que constan, a título de inventario, un autorretrato de Cézanne, un paisaje de Manet, varias pinturas de Bonnard y un cuadro de Pissarro.

No ha vuelto a tenerse noticia de su ubicación ni han aparecido pistas para localizarlas. Se supone que están colgadas clandestinamente en la colección de algún magnate, pero el tesoro de Rastignac, jalonado con algunas obras maestras de Van Gogh, representa uno de los grandes misterios de la retirada nazi y uno de los motivos que mantienen la actualidad informativa del propio palacio. Empezando por los sabuesos, los detectives y los buscadores de tesoros, todos ellos conscientes de las comisiones millonarias que les granjearía el hallazgo de cualquier lienzo.

Las autoridades francesas declararon monumento histórico el castillo de Rastignac en 1946 e intervinieron para restaurarlo seis años más tarde. Fue un trabajo incompleto y circunstancial. De hecho, Richard Smets, actual depositario del tesoro arquitectónico, recuerda que las goteras y las grietas se multiplicaban como una epidemia cuando él mismo decidió convertirse «nostálgicamente» en uno de sus propietarios privados.

Le atrajo el parecido con la Casa Blanca, pero también lo hicieron las historias de fantasmas y de mitos literarios que habían habitado el palacio. Ahora sabemos que el marqués de Rastignac no es exactamente un personaje de ficción inventado por Balzac (La comedia humana) y conocemos que la bailarina Cléo de Mérode, rival histórica de Sara Bernhardt sobre el escenario de la Bélle Epoque, vivió en estas paredes para alejarse del jaleo mundano.

Medio siglo después, los turistas americanos que visitan los aledaños de Burdeos -el vino y el foie son la excusa gastronómica- se desvían por la Carretera Nacional número 87, atraviesan la localidad de Terrasson y se encuentran con un espejismo de piedra esperando la aparición del fantasma de Jefferson.

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