Lunes, 8 de enero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6231.
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A LA CONTRA / BARRA BRAVA
Gago es guapo, eso sí
DAVID GISTAU

Emerson y Diarrá Bumayé son el ejemplo de que Capello escoge los futbolistas con los mismos criterios con que Lombroso señala a los criminales. Lo que tiene que haberle costado, por tanto, confiarle el medio campo a un cara linda como Gago, más propio de la época de Florentino, que debutó con la etiqueta de la tienda todavía colgando, con muchas ganas de ser el jefe, pero con un absoluto naufragio que le implica ya en el fatalismo madridista. El chico pinta bien y está deseando encontrar con quién ponerse a echar paredes, alguien que le haga la traducción simultánea: ¿Guti? Pero de momento está más perdido que el himen de Paris Hilton. Tampoco le ayudó el desbarate de un equipo, el Madrí, que sigue roto, sin juego como es habitual en Capello, pero encima sin la coartada de los resultados. Riazor es uno de esos estadios en los que el Real Madrid recuerda al personaje de Atrapado en el tiempo. Cambian los entrenadores y los presidentes, cambian los jugadores y las circunstancias, pero es llegar ahí y repetirse a perpetuidad un pésimo día.

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Ronaldinho pierde los enlaces de los aviones porque sufre un síndrome del domingo por la tarde. Como si, al terminar las vacaciones, tuviera que reincorporarse a un curro en vez de a un equipo de fútbol. Donde se supone que le pagan por ser feliz y por prolongar la infancia y además no tiene que beber ese café de máquina que sabe como el tóner de la fotocopiadora. Sin embargo, y aunque Ronaldinho se encadene al chiringuito de playa como Peter Pan a Nunca Jamás, aunque le pida a su mamá un justificante para faltar a clase, acierta Rijkaard al no castigarle ni multarle. Porque estos caprichosos talentos brasileños, que viven de la alegría como Cannavaro del bushido y Raúl del cabreo, sucumben a la saudade en cuanto se sienten reprimidos. Con Ronaldinho, Rijkaard debiera llegar al mismo pacto que alcanzó Cruyff con Romario cuando el periodismo moralista reprochó al brasileño que saliera demasiado de noche: «Mientras llegue el partido y me enchufe dos, que haga lo que quiera».

La pelea de Luis Fabiano y Diogo no hacía falta: acabábamos de ver un gran partido que no necesitaba divertimentos añadidos. Otra cosa fue el tostón del Manzanares. Ahí, a partir del minuto 30, sí se habría agradecido una tangana colectiva. O la irrupción en el césped de un streaker. O hasta la suelta por el túnel de vestuarios de un toro bravo. Cualquier cosa que templara ese invierno de nuestro descontento que se montaron el Atleti y el Nástic en un estadio al que hay que ir con lectura. Sin embargo, si lo que Luis Fabiano y Diogo querían era proponernos, a la manera del hockey sobre hielo, una variante pugilística con la que animar los partidos tediosos, se impone tomar una medida con urgencia: contratar a Sánchez Atocha como entrenador especializado. Porque los dos peleadores de La Romadera estuvieron pésimos de técnica, desatendida la guardia, alocados esos golpes en molinete como de marujas pegándose por un corsé en las rebajas. Muy mal.

Sin duda es una aventura hermosa y esforzada, con la reputación mejorada por el prestigio fatal de los que han perdido la vida aventurándose en ella. Pero a uno el París-Dakar le disgusta porque prolonga la visión de Africa como un simple decorado, un parque temático para el occidental que necesita que las fotos de sus vacaciones sean más emocionantes que las que procura una quincena en Seychelles. El negro, el león y la miseria son mera figuración. Y más les vale apartarse del paso del bólido, o constarán en una estadística heroica en la que no eligieron arriesgarse a estar. Peter Viertel escribió sobre aquel John Huston para quien Africa sólo era el escenario donde cumplir con su obsesión de matar un elefante: su capricho acabó costando la vida de otro hombre, al menos en la novela y en la película de Clint Eastwood. La obsesión aquí es la victoria, pero el desprecio por el tributo que ha de pagar el entorno es idéntico. Pobre Africa, tan lejos de Dios y tan cerca de Europa, patio trasero convertido en circuito de millonarios.

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