LEOPOLDO ALAS
Cuesta creerlo pero, evidentemente, somos un país rico. En el centro de la ciudad veo riadas de personas cargadas con bolsas, entrando y saliendo de los comercios a todas horas, menos cuando los cierran. Entonces la vida no tiene sentido. Yo cada vez entiendo menos que haya tantas fiestas. No sólo nos convierten en un país poco productivo que trabaja a trompicones entre una y otra efeméride (y resulta que no hay manera de completar nada porque todo se suspende, todo se aplaza para después de las fiestas); lo peor es que paralizan el consumo, único motor verdadero de esta enloquecida economía de ficción.
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Por eso cada vez me caen mejor los chinos. Me refiero a los ciudadanos chinos que viven entre nosotros y que todos los días nos venden cosas; los chinos de nuestros barrios, con sus tiendas siempre abiertas. Da igual que sea domingo. No importa qué fiesta sea. Abren siempre. Han abierto todos los días en estas dichosas navidades, que al fin podemos dar por concluidas no sin un escalofrío. Abrieron el día de Navidad. Abrieron el 1 de enero, día del gran cerrojazo. Y el día de Reyes, en el que todo el mundo se confabula para sostener una mentira social en la que ya no creen ni los niños menos espabilados.
Los chinos no cierran ni en Semana Santa, ni el Primero de mayo, ni el día de la Hispanidad, ni el de Todos los Santos, ni el Puente de la Inmaculada Constitución, que no se acababa nunca. Para ellos no hay puente que valga. Están siempre ahí, sonrientes y serviciales, aliviándonos del peso paralizador de tantas fiestas y tradiciones, convertidas ya con total descaro en pretextos para el consumo. Por eso mismo no se entiende que la mayoría de las tiendas cierre los días de fiesta. Los chinos, más de este siglo que del anterior, venden sin descanso para que igualmente compremos. Son los ciudadanos que mejor se adaptan a este sistema demencial. Nunca paran la máquina. No se someten a la obligación de cerrar los comercios determinados días, que sin ellos serían eternos para el pobre comprador: un auténtico tormento chino. Si no existieran ellos, ¿dónde iríamos a comprar todos esos agónicos domingos y esos tristes e interminables días de fiesta? Si consumir es el principio y el fin de este tinglado, en buena lógica, por pura coherencia, todos los comercios deberían abrir a diario. Así podríamos hacer sin cortapisas lo que quieren que hagamos. Otra posibilidad sería suprimir hasta la última fiesta. A ver si así, de paso, nos ponemos a trabajar en serio.
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