Lunes, 8 de enero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6231.
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Sirviéndose de las víctimas
JAVIER ORTIZ

El historial de las víctimas de ETA es más que revelador: desde un prototorturador, como Melitón Manzanas, y un segundo espada de cuadrilla fascista, como el almirante Luis Carrero Blanco, a dos inmigrantes ecuatorianos, pasando por un capitán de farmacia demócrata y por un par de pinches de cocina.

Eso, sin contar con las niñas y los niños que se le han puesto de por medio a lo largo de los últimos decenios.

Así es la verdad y así la asumo, pero no estoy dispuesto a caer en la monserga, tan al uso y para mí tan odiosa, que habla, habla y no para de hablar de las víctimas inocentes.

Para que haya víctimas inocentes tiene que haber víctimas culpables. Y en mi criterio, todas las víctimas son inocentes, por lo menos hasta que un tribunal constituido conforme a criterios de equidad dictamine lo contrario tras celebrar un juicio en condiciones, en el que el acusado pueda defenderse.

En todo caso, lo que nunca podrá dictaminar ese tribunal, si es que realmente ha sido constituido con criterios de equidad, es que haya que matar al acusado. Porque tal vez haya gente que merece morir, pero no hay ninguna sociedad digna, sana y sensata que merezca matar.

Si ETA fuera algo de lo que pretende ser (no digo todo: digo algo, tan sólo), debería estar anonadada por el crimen que acaba de cometer en Madrid.

Me importa un bledo si lo ha hecho queriendo o sin querer (o queriendo, pero no tanto), si deseaba o no matar emigrantes ecuatorianos o si le hubiera dado lo mismo que fueran senegaleses sin papeles, turistas del Quebec o incluso -quién sabe- mediadores de paz recién llegados de Sudáfrica o del Ulster. Cuando uno pone una bomba tan tremenda, en un sitio así y en esas condiciones, es que está tan obcecado con lo suyo que todo lo demás, hechas las cuentas finales, se la suda.

Cuando uno es así, uno es odioso. De todas todas.

Pero que no me vengan los otros, desde el Borbón hasta el último comentarista de radio, ejerciendo de plañideras de opereta, fingiéndose compungidos por el fallecimiento de «estos dos ciudadanos de allende los mares que habían elegido vivir entre nosotros». ¿Pretenden que nos creamos que estos dos pobres les merecen más consideración lacrimal que 10 magrebíes, 50 nigerianos o 100 etíopes, de ésos que fallecen todos los días tratando de «vivir entre nosotros» y fracasando en el intento, o no pudiendo ni siquiera planteárselo, a la vista de lo que cobran los traficantes de carne humana?

Su conmiseración es tan evidentemente hipócrita, instrumental e interesada que obliga a torcer el gesto. Por favor: no nos tomen por idiotas. Paguen lo que tengan que pagar, fleten aviones, organicen las exequias de rigor y, entretanto, queden en silencio.

En cuanto a los asesinos, les digo algo que quizá les suene: nosotros no olvidamos.

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