Mucha policía, una grúa, un camión de mudanza y hasta una UVI del Samur. Pero de las excavadoras, ni rastro a las puertas de la iglesia de Las Fuentes el día en que se ejecutaba su sentencia de derribo parcial del templo. «Sentencia de muerte», que decían ayer las feligresas entre lágrimas, «porque esto para nosotras es como un entierro de alguien muy querido, es muy doloroso».
El despliegue municipal ocupaba la acera de la calle de Villar Marín a eso de las ocho de la mañana, Media hora antes, llegaba el párroco, Eusebio Ocaña, desde 1982 oficiando misa en Nuestra Señora de Las Fuentes y desde hace 13 años comandando la batalla perdida ya contra la piqueta. «Es muy triste, el corazón está como el día, gris y con niebla». Y frío, muy frío.
Evidente la temperatura con sólo observar algunas tiritonas, pero no lo suficientemente baja como para enfriar los ánimos de las decenas de fieles que se acercaban desde primera hora a echar un último vistazo al interior de la iglesia. «Qué pena y qué injusticia», se escuchaba en boca de una mujer en medio de un sollozo. «No hay derecho, derribar una iglesia... esto es la primera vez que ocurre en España».
«No tiene sentido destruir algo que ya está hecho y que no hace ningún mal», reflexionaba Petra, con 80 primaveras, «cuesta, además, un dinero que debería utilizarse para ayudar a otras personas que lo necesitan. ¿Nadie ha pensado en eso?»
Justo detrás, la vista se elevaba hacia los pisos en los que viven los denunciantes que han provocado los trabajos iniciados ayer, los vecinos que acudieron a los tribunales porque la construcción religiosa restaba luz a sus casas. A pesar de eso, la iglesia contó con los parabienes administrativos del Ayuntamiento y, por eso, las sucesivas sentencias obligan al Consistorio a ejecutar la demolición para luego reconstruir el templo dentro de los límites legales.
Con el metro en la mano, cinco metros menos desde la fachada del altar y otros cinco a restar en la que queda justo a su izquierda. «Cuando terminen los trabajos, los pisos estarán a 12,60 metros de distancia y no a siete, como ahora», explicaba el jefe del departamento de Disciplina Urbanística, Jorge Ortueta.
Aún tendrán que pasar cuatro meses antes de verlo todo terminado, según los cálculos municipales. Porque se habla de derribo, pero el trabajo es más complicado que ponerse a tirar ladrillos. De ahí que la ausencia de maquinaria no se debiera a milagro alguno - «El milagro es lo que esto ha unido a la comunidad», apuntaba el párroco-, sino a las necesidades técnicas.
«Primero hay que despejar el espacio de mobiliario, que es lo que estamos haciendo hoy [por ayer]», ilustraba Ortueta. «Después», añadía el arquitecto responsable de la dirección facultativa de la obra, Carlos Martín, «hay que hacer las calas, reforzar los cimientos a una profundidad de unos 13 metros y crear una estructura en el interior antes de empezar a demoler con micropilotaje».
Un mes de preparativos, de colocar andamios que aseguren la cubierta para echar abajo dos muros. Tras la mudanza, claro. Aunque a decir verdad, el ornamento religioso de la parroquia era más bien austero: 42 bancos a trasladar, además de desmontar las vidrieras (que volverán a colocarse después), el altar y las imágenes de la Virgen y Jesucristo crucificado.
Las dos tallas en madera se guardarán en una sala de la misma parroquia, allí donde Eusebio Ocaña ya había llevado antes de la llegada de los operarios municipales las estaciones del Vía Crucis. El resto se mantendrá en un almacén del Ayuntamiento para regresar una vez que se reconstruya la iglesia.
Hasta entonces, como ayer, habrá misa en la pequeña capilla que no cerrarán las obras. Medio centenar de fieles, la mayoría mujeres, acudía a las 9.30 horas a su cita con la oración en «un día triste», repetían casi todas. «Lo mejor es que, pese a lo que intentan hacernos, volveremos cada día, a la misma hora, al mismo sitio».