Martes, 9 de enero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6232.
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 MADRID
AQUI / NO HAY PLAYA
Ya somos seis millones
Javier Lorenzo

Gracias al Instituto Nacional de Estadística (INE) se ha confirmado que en la Comunidad de Madrid ya habitan más de seis millones de personas. Similar, por tanto, a la población de Cataluña; casi el triple de la del País Vasco, por poner dos casos. Algunos en la metrópoli -que sigue levemente anclada por encima de los tres millones- se han sentido muy ufanos al conocer el dato ya que, instintivamente, han llegado a la conclusión de que si la unión hace la fuerza, la cantidad también ayuda. Parece un modo bastante primitivo y elemental de ver las cosas; un A por ellos, que son pocos y cobardes que no llega a ningún sitio.

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Hace 15 años, escribí en este periódico una columna que se titulaba Ya somos cinco millones; siete años después a punto estuve de escribir otra que se hubiera llamado Apenas somos cuatro millones, tal era la desidia procreadora de nuestra población activa (es un decir) y la magnitud del éxodo de una ciudadanía harta de los característicos y, al parecer, irresolubles problemas de esta ciudad. Estos vaivenes demográficos tan tremendos no tienen su origen, pues, en un afán repoblador al estilo del medievo, en una prosperidad de perro con longaniza o en la fama alcanzada por nuestras aguas. Simplemente, Madrid ha sido la comunidad española que ha recibido más inmigrantes y, por consiguiente, ahora tenemos más habitantes aunque los madrileños sigamos siendo los de siempre, si no menos.

Hay, al parecer, un empeño pseudonacionalista entre quienes alardean del dato que carece de todo fundamento. Primero porque en Madrid pensamos, no muy en el fondo, que un nacionalista (no digamos ya un independentista) es un cateto más o menos sofisticado, un paleto que se ha quitado la boina al llegar al aeropuerto, un Isidro que por algún sitio tiene que empezar a conocer mundo. Otra cosa es que tengamos el buen gusto y la educación de no decírselo cuando lo encontramos, pero es así, vaya. Y el segundo motivo por el que es conveniente rebajar la euforia es el de que, al final, todo consiste en recibir más o menos dinero del Estado, y así estaba la administración comunal buscando inmigrantes hasta debajo de las obras (literalmente).

Al margen de la pertinencia y las dudosas ventajas de que tanta gente viva junta, yo me alegraré el día en el que esos seis, siete o 10 millones se sientan de verdad miembros y partícipes de esta sociedad. Cuando los descendientes de los sudamericanos, orientales, magrebíes y subsaharianos que ahora han engrosado nuestras estadísticas se expresen con la fluidez y frescura inherentes a esta tierra. Cuando definitivamente también sea y la sientan como suya. Y, que yo sepa, de momento no es así.

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