La gran novedad del año, en nuestra ya chunga vida cotidiana, consiste en el bloqueo de las máquinas de tabaco de los bares y en la necesidad de que los camareros, pertrechados con un mando a distancia, tengan a bien, previa petición del cliente mayor de edad, desactivar su cierre. Lo que nos faltaba.
«¿Me das línea?», escuché ayer en un tabernón a rebosar. Despistado, creí por un instante que un parroquiano solicitaba, como antiguamente, línea telefónica al camarero. Pero no, era el modo con el que un usuario resignado y correcto reclamaba el «ábrete Sésamo» electrónico a un camarero simpatiquísimo, por cierto, que con un espíritu encomiablemente jubiloso -que veo difícil que pueda representar a la mayoría del gremio ante tesitura semejante- no sólo le respondió de inmediato, sino que le explicó la segunda cláusula de tan atorrante procedimiento: es preciso accionar el ya mencionado mando cada vez que se quiera obtener un paquete. Dos veces si el fumador quiere dos paquetes. Dos, o las que sean, si son dos o más los compradores que hacen fila ante la máquina. Es una pejiguera de calibre más que regular.
El objetivo de tal requisito consiste, como es sabido, en evitar que los fumadores menores de edad se cuelen, como vienen haciendo, en los bares y se aprovisionen de la mercancía que les está vedada. Los botellones callejeros proliferan con tan tónica efervescencia, pese a la prohibición de la venta de alcohol a imberbes, que sólo cabe pensar que esta medida, encontrados pronto los caminos de su burla, dispare el consumo de cigarrillos entre menores.
Ahora bien, como sin duda los camareros y clientes menos dotados para la paciencia y la flema van a perder el oremus con semejante fastidio -sobre todo en las horas punta del cafelito y de la caña-, es previsible un descenso de la venta y compra de cigarrillos en los bares y un incremento de tal comercio en los estancos, efecto colateral que nada concernirá a los menores a proteger, pero mira tú, qué bien.
Mejora nuestra salud física -que no psíquica, esos nervios- a la fuerza, aumenta el papel tutelar y paternal del Estado, menguan las posibilidades del libre acceso a los objetos de nuestros deseos y se extiende el imperio del mando electrónico o, lo que es lo mismo, del mando de la electrónica, de la hegemonía de la tecnología, de la necesidad creciente de, para simplificarnos o complicarnos, según, depender de los chispazos de la energía, que son la auténtica chispa de nuestras vidas.
En los garitos y bares pequeños y de confianza, es de suponer que el mando abremáquinas acabará descansando en un rincón estratégico de la barra, junto a los periódicos o así, de modo que el cliente avisado lo tomará a su antojo y hará un ejercicio de autoservicio. De no ser así, o donde no pueda ser así, la proverbial tensión entre camareros lentos, antipáticos y hastiados y clientes perentorios, bordes y exigentes va a aumentar la no siempre apacible atmósfera del oasis hostelero y del oasis en general.