Miércoles, 10 de enero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6233.
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 CULTURA
DECADENCIAS
María Antonieta, frívola y mártir
LUIS ANTONIO DE VILLENA

A los 15 años, leí un libro estupendo: la biografía de María Antonieta del célebre Stefan Zweig, entonces en la editorial Juventud. Es una de las mejores obras de Zweig (publicada en alemán en 1933), en un género que dominó. El autor era austríaco, como la hija de María Teresa. Una Habsburgo se iba a casar con un Borbón (el futuro Luis XVI) por motivos de Estado y haciendo bueno el adagio: Bella gerant allii, tu felix Austria, nube (deja a otros que anden en guerras; tú feliz Austria, cásate).

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El caso es que, en mi adolescencia, adoraba a las reinas trágicas. Era devoto de Cleopatra, de la zarina Alejandra y, por supuesto, de María Antonieta, de la que el gran pintor David (que era republicano) sacó un esbozo durísimo, cuando la llevaban en un carromato a la guillotina, envejecida -sólo tenía 37 años- y con el pelo mal rapado para la cita con Guillotin. Se dice que, al subir al cadalso, la ex reina tropezó, pisó sin querer al verdugo y le pidió perdón. Cosas de monárquicos, probablemente.

El final de María Antonieta fue muy trágico (hasta hicieron que su hijo declarase contra ella, diciendo que le incitaba a masturbarse), pero prácticamente todo ello nos lo ahorra el delicioso, lento y un tanto vano filme de Sofia Coppola, Marie Antoinette, que, sin embargo, no desconoce el libro de Zweig (aunque no lo cite en los créditos). Porque la muy subyacente teoría es idéntica: una jovencita guapa y algo frívola se dedica a despilfarrar y a pasárselo bien porque su principesco marido no le hace caso, prefiere la caza al coito. Pero, cuando las cosas del Versalles familiar se arreglan, María Antonieta empieza a tomar conciencia de lo que es ser reina. Demasiado tarde: la gente ya había hecho de la reina austriaca el icono de sus males.

Luego se redimirá diciendo: «No me quedan más lágrimas que llorar». Pero la muy regular película de la chica Coppola (Las vírgenes suicidas era mucho mejor) es tan sólo una exaltación del rococó, de la seda bordada, del champán y de los pastelitos de fresa, en un mundo -muy bellamente pintado- donde todo se quiere intrascendente, recargado y banal. Incluido el rock, que no desentona, pese a lo evidente. Sofia ni siquiera ha sacado partido (o muy escaso) a dos de las famosas heterodoxias de la reina -olvida el célebre collar del cardenal de Rohan-: sus amores con el conde sueco Axel de Fersen y, mejor aún sus escarceos lésbicos (o más que escarceos) con su mejor amiga, la princesa de Lamballe. Algo hay del sueco, nada de la princesa, aunque aparezca.

Y, sin embargo, es evidente que esta película lenta, regular y huera tiene algo. ¿Qué? ¿La belleza dieciochesca, puesta al día por el rock, de las imágenes? Yo diría que algo más. Sofia Coppola ha sabido recrear el espíritu del rococó francés y de esa especial joie de vivre del Antiguo Régimen, que tanto añoró el sabio y libertino Tayllerand. No hay más en esta película, acaso tan inútil y atractiva como la reina: montañas de pelucas, rocallas y merengues rosas. En realidad (fíjense), la película es una suerte de apoteosis de la cocina decorativa. Tan bonita que empalaga. Sin más.

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