Miércoles, 10 de enero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6233.
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 CULTURA
El sexo pagano, según Marina Abramovic
La artista lleva a Madrid la serie 'Balkan erotic epic', su mirada mágica y apasionada a la sensualidad
LUIS ALEMANY

MADRID.- Érase una vez Marina Abramovic. «Me fui de Yugoslavia en el año 75, cuando aún estaba Tito y el país era uno. Yo ya hacía performances, aunque aún no sabía ni yo misma qué era eso. Me sentía muy sola, muy incomprendida. Mi madre quería encerrarme por loca cada vez que me veía por ahí, desnuda, dibujando estrellas comunistas sobre mi piel con cuchillas de afeitar. Lo único que quería era desaparecer, irme lo más lejos posible. Y eso hice. Me fui a Australia, al desierto. Y, después, al Tíbet».

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El viaje, ya se sabe, habría de convertir a Abramovic en la gran matriarca de la performance, del arte extremo, del body art... Una leyenda detrás de un nombre capaz de convocar pequeñas multitudes (lo hizo ayer mismo en la Galería La Fábrica de Madrid) gracias a sus a veces escabrosas aventuras. Y todo eso, con el material más sencillo del mundo: su propio cuerpo, normalmente desnudo.

«¿El desnudo? En mi primer trabajo, era algo muy minimal, una herramienta para mostrar lo esencial...», explica Marina Abramovic. «Una manera de elevar el mensaje y el espíritu. Lo contrario al desnudo como violencia y como forma de humillación que vemos en la prisión de Abu Ghraib, por ejemplo. Pero, en este trabajo, el cuerpo desnudo tiene un significado completamente distinto».

Poema balcánico

«Este trabajo» es Balkan erotic epic, la serie de vídeos y fotografías que La Fábrica ha traído a España y que viene a completar el viaje que Abramovic emprendió en 1975. «Durante años, odié que me considerasen como a una artista yugoslava. Amplié perspectivas e intenté que todo el mundo fuera mi estudio... Y ahora vuelvo y veo en mis raíces las cosas que antes no era capaz de ver».

Mientras Abramovic habla, los personajes de sus composiciones acechan desde las paredes de La Fábrica. En una pantalla, la propia artista, vestida de campesina serbia, descubre sus pechos y los ofrece bajo un cielo tormentoso. Más allá, posa con el torso desnudo y la cara tapada por su melena, y se golpea una vez tras otra con un cráneo en el tórax. En una tercera pantalla, Abramovic aparece desnuda, tumbada en el suelo bajo un esqueleto. El ritmo de su respiración se asemeja al de un coito.

Hablamos, por tanto, de sexo. Y de muerte. Y de magia. «Volví a mi país para descubrir la sexualidad de la cultura pagana, la sexualidad antes de que llegaran el cristianismo y el marxismo», explica la artista. «Verán, la manera en que mostramos el erotismo es siempre muy vulgar, muy previsible. Algo parecido a la pornografía. Y es así en todas partes del mundo. Yo, en el paganismo, he descubierto nuevos sentidos en la sexualidad. Incluso en los genitales. En mi país, los órganos se empleaban para curar, para invocar la fertilidad, para relacionarse con los dioses... Encontré un texto, por ejemplo, que contaba que las mujeres de una aldea mostraban sus vaginas al cielo para detener unas riadas».

Abramovic toma entonces el catálogo de Balkan erotic epic y busca una fotografía que no está incluida en la exposición de La Fábrica. «Fíjense. Aquí hay 10 hombres, aunque, en realidad, eran 15». Todos ellos posan frontalmente, vestidos con el uniforme tradicional de los soldados serbios, con sus manos en las pecheras y sus penes en erección asomando a través de sus pantalones.

«Aquí vemos una fotografía, pero esta pieza es un vídeo», explica Abramovic. «Conseguí que estos 15 hombres mantuviesen esa erección durante 10 minutos. Eso no resulta nada fácil, ¿saben?». La imagen provoca la sonrisa de los interlocutores de la artista. Pero sólo durante un instante. «Hay muy pocas imágenes eróticas del hombre desnudo. Y las que hay, lo muestran casi siempre en acción, en el momento de tomar a la mujer. Fíjense en la expresión de orgullo y de dignidad con la que aparecen así, vestidos de soldados».

Una idea, por tanto, subyace detrás del shock y lo justifica. «¿El shock? La gente suele considerar la sorpresa como lo más importante que le puede ofrecer un performer. Pero yo no. Yo siempre digo que, en la performance, hacen falta tres cosas: mensaje, energía y carisma. También hay que creer en lo que haces porque el público es igual que los perros: percibe si el artista duda de lo que hace, no se entrega o no cree por completo en su actuación».

«Con eso», continúa Marina Abramovic, «hay que crear un sentimiento muy fuerte de aquí y ahora, de que se está asistiendo a algo único. Lo que pasa es que, para lograrlo, hace falta mucha concentración... No puede ser que la mente del espectador o del performer estén en Honolulú. Y yo descubrí, en un momento dado, que una manera de mantener la tensión, de asegurar mi concentración y la de mis espectadores, es la de crear situaciones de riesgo físico».

A golpes

Apenas hace falta recordar el historial de malos tratos que Marina Abramovic ha aplicado sobre su saludable corpachón de sesentona (aunque en absoluto lo aparente): cuchilladas, quemaduras, palizas propinadas por los espectadores, ingestas de medicamentos peligrosísimos, huelgas de hambre de hasta 12 días... «¿Saben? Cuando estoy en la cocina de mi casa picando ajo y me corto un dedo, lloro. Pero nunca en el escenario».

«Tampoco he abandonado nunca una performance», continúa la artista, «aunque a menudo me encuentro en medio de una intervención y me doy cuenta de que lo que estoy haciendo es muy malo, es una mierda. Es un mal trago, pero hay que seguir, acabar la actuación y aprender porque de los malos trabajos es de los que se aprende, aunque a veces me enfurezca. De hecho, me gustan los artistas irregulares, los que dan bandazos».

Cada pocos minutos, Abramovic vuelve a mostrar la devoción de enamorada que sigue sintiendo por su género, por la performance. «Yo iba a una escuela de arte en Belgrado, pintaba, experimentaba con los sonidos... Y un día me vi actuando ante el público. En mi primera performance descubrí toda esa energía que circula entre el artista y el público. Y fue tan fuerte que hoy, 35 años después, sigo haciendo lo mismo».

Eso sí: la artista no cree que su talento tenga un valor político. «No, no creo que el arte sirva para cambiar el mundo. El mundo lo tienen que cambiar los individuos. Aunque, bien pensado, podemos cambiar algunas opiniones».

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