JOSÉ JIMENEZ
Acabo de hacer una rápida escapada a Londres para ver la exposición de Velázquez en la National Gallery. Es una muestra excepcional. Se presentan 46 pinturas, agrupadas en cuatro salas, en las que se despliega el itinerario de este pintor insuperable: empezando por obras de sus primeros años en Sevilla, siguiendo con trabajos anteriores y posteriores a su primer viaje a Italia en 1630, continuando con los retratos de figuras y personajes de la corte de Felipe IV y culminando con los últimos retratos y escenas mitológicas, entre ellos la Venus del espejo, que entró a formar parte de las colecciones de la National Gallery en 1906, justamente 100 años antes de la inauguración de la muestra.
Destaca la riqueza de la colección de Velázquez de la National Gallery, con nueve obras, la segunda más importante por su número en todo el mundo después de la del Prado. Unidas a otras siete pinturas de otras colecciones británicas, la exposición es una oportunidad para apreciar la pasión que los británicos han sentido por Velázquez, particularmente intensa desde los inicios del siglo XIX. El Museo del Prado ha prestado ocho pinturas, entre las que destaca La fragua de Vulcano.
Es importante señalar la gran afluencia de público, teniendo en cuenta el precio de la entrada, 12 libras, un signo evidente del interés de la gente en el enriquecimiento personal que propician el arte y la cultura, así como del papel democrático de los museos, que ponen al alcance de los públicos más diversos obras que en otro tiempo podían contemplar sólo los poderosos. La verdad es que Velázquez entra por los ojos. Pocos pintores han sabido alcanzar como él un grado tan alto de ilusión de realidad: al aproximarnos a sus personajes es casi inevitable tener la sensación de que son cuerpos que podemos tocar, figuras de carne y hueso. Su forma de entender la representación plástica es directa y rotunda, capaz de competir con las imágenes oscilantes y repetitivas de los medios de comunicación de masas o de la publicidad. Y de darnos una sensación más intensa de realidad.
Éste es el núcleo de la fuerza plástica de Velázquez, lo que hace de él uno de los pintores más grandes de todos los tiempos: su profunda comprensión del efecto estético del simulacro, producir una sensación de realidad mediante el artificio. En la muestra de Londres he disfrutado con su capacidad precoz para representar tipos y situaciones populares, en pinturas realizadas antes de cumplir 20 años, continuando un hilo temático de una gran relevancia en nuestra tradición pictórica. He podido apreciar su gran sabiduría en la composición de las escenas, en las que los segundos planos resultan tan definidos hasta articularse en una trama única con lo que aparece en el primer plano. Y me he emocionado al experimentar el reflejo, el contacto en la mirada, de los personajes retratados, poderosos o humildes: todavía vivos en el brillo latente de sus ojos. El erotismo de la Venus, oculto en el juego de espejos, enigma sin velos, cierra el círculo de lo corporal y la imagen, el signo de la unión indisociable del amor y la muerte.
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