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Desde la debilidad se encuentran muchas dificultades para el entendimiento. Desde la firmeza muy pocas (F. Abril Martorell) |
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AQUI / NO HAY PLAYA |
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Se acabó el belén |
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David Torres
Entre botellas vacías, cascotes de turrón y matasuegras muertos de risa, los barrenderos van recogiendo los restos de las fiestas. Las nubes ya no son de mazapán, Alcalá se ha quitado su tiara de luces y el Manzanares ha cambiado el papel de plata por su charol de siempre. Aunque el Niño, la Virgen y San José se hayan retirado a sus cuarteles de invierno, algunas figuritas persisten en el belén manchego de la capital, principalmente pastorcillos: Gallardón y Aguirre, chiflando a sus rebaños; Sebastián y Simancas, buscando el camino de la majada. Como belén viviente, el de Madrid siempre ha sido un poco frikie: camellos a dos patas, Reyes Magos constitucionales que dan el mismo discurso todos los años, chavalines a los que se les va la mano con los petardos y te vuelan un aparcamiento con dos desgraciados dentro.
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Y es que en este belén manchego vivimos tan bien que ya tenemos que importar los desgraciados. Zapatero (otro Rey Mago que vive en un palacio de cuento de hadas y luce sonrisa de duende navideño) nos ha sentado en sus pacíficas rodillas para explicarnos que la bomba de la T-4 no es más que el último de una serie de accidentes inevitables, mientras los gamberros que siguen jugando a los petardos y a los cochecitos con regalo desde tres décadas atrás han dicho pío, pío, que yo no he sido, que avisamos una hora antes. Así que la culpa no es de nadie: si acaso, de los extranjeros que no se enteran, que no saben jugar al escondite y a otros juegos de españoles que, como dijo Vallejo en su día, somos españoles de puro bestias.
Esta mañana, si se abren paso entre el relente invernal, verán a un buen montón de desgraciados que tampoco se enteran, que no saben que ya se ha acabado el belén y que siguen tirados en las calles heladas como figuritas de relleno que alguien se olvidó de recoger. En el Paseo de las Delicias, a la entrada de un OpenCor, hay un refugiado bosnio envuelto en una manta, los ojos convertidos en una escarcha azul y las manos a punto de nieve, sosteniendo un papelito que cifra su desdicha en seis palabras. En Martín de los Heros, bajo la frágil catedral de unos andamios, un anciano se ha fabricado un vivac destartalado con cartones y botellas vacías a menos de diez metros de una fábrica de sueños. Aunque quisiera, el ronroneo de las máquinas de cine no podría mostrar el olor a mugre, a vino rancio y coñac barato, y menos aún el hielo astillado en sus ebrias pupilas. No se han enterado todavía de que el Niño se marchó junto con las bombillas apagadas y los décimos no premiados. Atrás no quedan ni las boñigas de camello ni el humo de los discursos fatuos: sólo esos desorientados mendigos que llegaron tarde a los villancicos y no pudieron ni chapurrear la letra. Los trajimos para dar ambiente y ni siquiera saben que las buenas intenciones se venden en El Corte Inglés, que caducaron el 7 de enero, con las rebajas.
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