SILVIA GRIJALBA
A Isabel siempre le había gustado escribir. Cuando por fin se dio cuenta de que, pese a su terror a la soledad, iba a estar mejor sola que fatalmente acompañada por Mateo, se separó y pensó que podía dedicarle a ello las horas que antes pasaba discutiendo con su novio o llorando por la última bronca.
Aunque le parecía una chorrada eso de ir a un sitio donde te hacían escritor, pensó que como terapia, le podía venir bien. Después de un par de meses vio que aquello era exactamente como pensaba y que cumplía las expectativas que tenía. Eso y algo más, porque tenía un compañero de curso, Hugo, que le hacía contar los días que quedaban para la siguiente clase. Al cabo de tres meses ambos habían dejado el taller de escritura pero se veían a diario y eran algo parecido a pre-novios.
Isabel estaba feliz. Hugo era guapo, cariñoso... Lo que más le gustaba era lo pendiente que estaba de ella. Cada día la sorprendía con algo: un libro, una cena romántica, una llamada. Una de las sorpresas que más le gustó fue un kit que había comprado en Amantis (Pelayo, 46). Incluía un chocolate que hacía de tinta y una pluma para escribir sobre el cuerpo. La idea le parecía de lo más erótica y muy romántica. Se veía como la chica de la película de Peter Greenaway The Pillow Book.
La noche que estrenaron el juego, estaba emocionada. Hugo empezó por sus piernas, y desde el muslo al tobillo escribió un poema. No dejó que lo leyera hasta que terminó. No daba crédito. ¿Cómo podía hacer esos ripios alguien que decía adorar a Conrad, a Celine, a Mann? Alguien que se atrevía a rimar amor con flor no podía ser el hombre de su vida.
Un par de días después de la última sesión, se quedó a dormir en casa de él y se levantó cuando ya se había ido. Al vestirse, no encontraba uno de sus zapatos y buscó debajo de la cama. El zapato no estaba, pero vio un libro. Lo cogió pensando que se había caído, aunque cuando leyó el título se dio cuenta de que no, que estaba allí escondido para que no lo viera. Se trata de una serie de poemas-guía para los usuarios del juego. Sintió un cierto alivio porque, afortunadamente, él no era el autor de aquel espanto. Claro, tampoco decía mucho a su favor que, ya que plagiaba, no escogiera otros versos. Tras ese instante de rechazo, la ternura ganó a la cultura. A partir de ese día sufrió en silencio las sesiones de versos comestibles y consiguió sublimar el contenido para disfrutar del final: del borrado lingüístico.
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