ALBERT MARTIN
La edad en que los niños empiezan a interesarse por el fútbol más allá de las pelotas de goma en el pasillo de casa está fijada entorno a los ocho años. Por ese motivo, sólo los culés nacidos antes de 1980 -los que no han crecido sobrealimentados de títulos- siguen contemplando el derbi ciudadano como una cita grande en el calendario, llena de rivalidad y tensión.
El motivo de ello se encuentra en la temporada 87-88. La cosa comenzó caliente: Núñez destituyó a Venables en la quinta jornada de Liga, cuando el Barça marchaba penúltimo. Cogió el relevo Luis Aragonés, poseedor por entonces de una sólida dentadura, pero no logró reanimar a un equipo peleón, feísta y traumatizado por la maldición de los penaltis de Sevilla.
Con el Sabio de Hortaleza al frente, el Barça reptó durante buena parte de la Liga en la segunda mitad de la tabla, compitiendo con Osasuna, Valladolid y Cádiz. No es de extrañar que Luis se agarrara una depresión y dejara el equipo a Rexach. Entre otros avatares, el Barça jugó aquel año la Copa de la UEFA, siendo eliminado en los cuartos de final por el Bayer Leverkusen. El caos institucional de la entidad alcanzó el insólito extremo de que los futbolistas reclamaran la dimisión de su presidente en el Motín del Hesperia.
Al otro lado de la Diagonal las cosas no marchaban mucho mejor.En el torneo doméstico, el Espanyol de Javier Clemente pasaba incomprensiblemente del tercer puesto de la campaña anterior a flirtear con el descenso, y sólo se dio el gusto de derrotar al Barça en Sarrià. Sin embargo, en la UEFA logró proeza tras proeza -Milan, Inter y Brujas sucumbieron en el viejo templo espanyolista-, y logró seguir en competición después de la eliminación del Barcelona hasta jugar la final.
Aquellas gestas fueron difíciles de digerir para el barcelonismo y acabaron por reabrir una enconada rivalidad que se encontraba a la baja. Los más veteranos no lo han olvidado: hubo un tiempo en que el Barça perdía irremediablemente en sus visitas a Sarrià, un tiempo en que el Espanyol era considerado un equipo de militares y adictos al régimen franquista. Un tiempo en que el club blanquiazul se permitía provocaciones como ofrecer un retiro dorado a Kubala o Di Stéfano.
Las convulsiones ciudadanas de la 87-88 tuvieron un final a la altura de las circunstancias: el Barça finalizó sexto la Liga -su peor clasificación desde 1942- pero se llevó la Copa con un gol con los tacos y en patada voladora de Alexanko. Semanas después, llegaría Cruyff para hacer limpieza en el equipo. El Espanyol, por su parte, sufrió la más dolorosa de las derrotas en el partido de vuelta de la final de la Copa de la UEFA. Perdió en Leverkusen por 3-0 y fracasó en la tanda de penaltis. Aquella noche, muchos padres mandaron al cuarto a sus hijos culés por celebrar los goles de los alemanes. Después llegaría el escarnio, el rencor, la pasión y el odio. Aquella noche del 17 de mayo de 1988 renació el derbi.
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