CARLOS BOYERO
Dudo que los dos chavales ecuatorianos convertidos en fiambre por los revolucionarios designios de los vascos salvajemente oprimidos (aunque sólo represente al diez por ciento del electorado, Batasuna tiene los santos cojones de hablar permanentemente en nombre del pueblo vasco, de lo que deduces que todos los que viven en el mismo país y sienten alergia hacia el hacha y la serpiente son marcianos sin identidad nacional, sin la menor relación con la esencia de ese concepto tan exclusivo aunque kafkiano que Otegi denomina como «ser vasco») tuvieran conocimiento o preocupación por algo llamado ETA, que su exclusiva y comprensible actividad era la de buscarse la vida en un país extraño e intentar aliviar la miseria de sus subdesarolladas familias.
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No hay noticias de que los muertos puedan mandarnos desde el otro barrio la opinión sobre su entierro y el milagro de que su hasta entonces anónima existencia haya alcanzado tanta popularidad entre la clase política, que ahora les llore todo cristo por algo tan humano y trivial como que te asalte el sueño y pegues una cabezadita en el coche mientras que esperas en el siempre agobiante aeropuerto sin ser consciente de que tu violencia ecuatoriana contra los gudaris te expone a que los acosados justicieros desparramen tus sesos.
Pero está claro que fliparían o creerían estar bolingas al constatar que sus asesinos sienten muchísimo haberles dado matarile y culpan al genocida Estado español de que estos irresponsables joveznos se hubieran quedado fritos donde no debían, en el incuestionable territorio de guerra que supone para ETA la culpable y fascista T-4. Su afán de notoriedad también quedaría saciado al comprobar que sus cadáveres son el motivo de que millones de personas salgan a la calle a dar la inútil brasa a los gélidos matarifes. O que no salgan en función de que los organizadores sean sociatas negociadores o peperos inflexibles, asociaciones de víctimas que guardan aún más fidelidad a los intereses frecuentemente mezquinos y siempre terrenales de los políticos que a su inconsolable dolor, gremios de inmigrantes ecuatorianos que gracias a la muerte de sus compatriotas accederán al opio de ser famosos por un día, discrepancias tan metafísicas e insalvables entre los que pretenden llorar públicamente a Palate y a Estacio centradas en que los trascendentes manifiestos se añadan o supriman lemas, cuestiones repugnantemente semánticas para ver quién puede sacar más partido de los muertos.
Eso de que los cadáveres se remueven en sus tumbas es un lamentable recurso literario, nada realista. Pero si ocurriera es probable que a los dos ecuatorianos les atacara el vómito al constatar el miserable circo que están montando los de siempre con su destruida vida. El único consuelo de los habitantes del cementerio será la certidumbre de que, gracias a su salvaje infortunio, sus familias ya no pasarán hambre. Algo es algo.
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