Man Ray militó, sobre todo, en el desconcierto. Nada le atraía más que la extrañeza. De hecho fue un surrealista de Filadelfia -donde nació en 1890-, un dadá de Brooklyn, allí donde el dadaísmo no podía ser más que una impostura. Man Ray se llamaba en verdad Emmanuel Radnitsky y era hijo de inmigrantes rusos. Descubrió la fotografía con Alfred Stieglitz y desde entonces se propuso cambiar las recientes leyes del género pulsando límites.
Nada escapaba a su hambre: pintura, escultura, fotografía, cine... La revelación más importante de su juventud le llegó con el cubismo, en 1913. Entonces ya no hubo marcha atrás. Pintó con desenfreno y compró su primera cámara de fotos. Todo estaba por hacer. Duchamp lo vigilaba de cerca. Y vino, irremediablemente, el salto a París, en 1921, justo en el momento de su explosión creativa, cuando el mundo de lo inédito aún era posible. Tan sólo se ausentó de allí 10 años, en los que se refugió en Hollywood huyendo de los nazis. Pero volvió.
Man Ray se vuelca en la vanguardia como religión, toma el bautismo surrealista y despliega su poliédrica pasión en mil frentes distintos que van a estrellarse en el mismo rompeolas: la fotografía. Ensanchó el lenguaje de las imágenes, inventó nuevas técnicas, desarrolló una intensidad poética que tuvo su mejor aliada en la luz. Fascinó a París.
Su obra es un referente inextinguible que ahora puede entenderse ampliamente en la Fundación Carlos de Amberes de Madrid, en la exposición Man Ray. Luces y sueños, abierta hasta el próximo 25 de febrero y de la que es comisaria Pilar Parcerisas. La muestra reúne 85 instantáneas, de las cuales más de la mitad son copias originales tratadas por el artista, y unas 60 se ven en España por primera vez, porcedentes de la colección Goldberg D'Afflito de Nueva York.
Entre ellas, la serie que realizó tomando como modelo a una de sus novias, la bailarina mulata Ady Fidelin, con la que inauguró según afirma la comisaria, «la venus naturalis, la mujer de carne y hueso, con su sensualidad de movimientos, frente a la belleza artificial de los maniquíes convertidos en venus surrealistas».
Man Ray fue pisando todos los frentes e inventándose sin tregua nuevos campos de batalla. El retrato y el autorretrato forma uno de los nudos gordianos de su obra, con instantáneas de Satie, Breton, Paul Eluard, Tristan Tzara, Juan Gris o Picasso. Revalorizó un género que se había devaluado. «Sus retratos son de una sobriedad enorme», afirma Parcerisas. «las imágenes se concentran en la expresión de los rostros, el fondo es limpio y, a menudo, el rostro del retratado estalla hacias los límites del papel».
Su mágica aportación fueron las solarizaciones (invirtiendo los márgenes de luz y sombra de la fotografía), la pintura con aerógrafo o pistola de aire; el rayograma, que consiste en colocar objetos sobre papel sensible y exponiéndolos a la luz, apresando sus sombras. Entre sus revoluciones estuvo también la fotografía de moda, de la que hay excelentes huellas en la muestra de la Fundación Carlos de Amberes. Tuvo como cuartel general la revista Harper's Baazar y desde allí, a partir de los años 30, definió otra de las formas de «belleza convulsa» que formaba parte del ideario surrealista.
Tampoco desatendió el ajedrez y sus derivados como espacio de representación simbólica, como metáfora de vida, guiado por Duchamp. Se dejó calar por la fascinación de las artes primitivas. Fue testigo de algunas de las mejores creaciones de sus compañeros de generación, de Picasso a André Masson, de Robert Desnos a Dalí. Y se entregó con pasión a la imagen en movimiento del cine a través de cortometrajes y mediometrajes de los que ahora se proyectan 13 como broche de la exposición. «No soy fotógrafo de la naturaleza, sino de mi propia imaginación», dijo. Y su imaginación resultó desbordante, inagotable, hasta aquella misma mañana de 1976, cuando le dieron sepultura en Montparnasse.