Sábado, 13 de enero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6236.
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DIARIO LIBRE
Tarzán me salvó una vez; otra, me dejó con los leones
RAUL RIVERO

Años 50: a David Buzzi lo persigue la Policía cuando Tarzán baja agarrado a una liana, lo toma entre sus brazos y lo salva. Años 90: Cuando hay que escapar de los nuevos 'malos', el hombre-mono ya no está

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Martes

El poder de los ases de oro

Estoy convencido de que lo único que le ha interesado en la vida a Gaspar Aguilera es encontrar la genuina fidelidad al amor, como quería Marguerite Duras. A todos los amores, aunque él prefiera la carne, la sensualidad y el rescate de pequeñas historias para presentarse en público con sus poemas.

Es de Parral, Chihuaha, México, donde nació en 1947. Se hizo abogado por compromiso en Michoacán. En esa misma universidad ahora enseña literatura. Sin pensarlo mucho, se embarca en todas las aventuras literarias que le piquen cerca, desde antologías de poetas de la región y de otros países hasta promociones de campañas de lecturas y reuniones de escritores y críticos.

Sus poemas lo muestran mejor que los espejos. Tienen la virtud de moverse hacia todos los puntos a buscar todos los temas. Son precisos y sugerentes, no tratan de deslumbrar con juegos, desviaciones y palabrerías. Deslumbran porque se infiltran en la experiencia de quien los lee y se quedan allí para siempre como si uno lo hubiera vivido con toda su aflicción o su felicidad.

Gaspar Aguilera y su poesía son una única irradiación. Suelen dejar en sus presentaciones la impresión de que persiguen, perfectos y obstinados, un objetivo que conocen muy bien porque lo han perdido muchas veces en una antigua escaramuza. En otros momentos parece que escapan atemorizados por celajes y ruidos que sólo ellos perciben.

Es un hombre obsesionado por la belleza de la mujer. De las mujeres. Un militante de base, humilde y pleno de las blancas colinas que descubrió Pablo Neruda. Sus piezas comprometidas con la inasible poesía amatoria tienen una energía particular que debe originarse en esas devociones.

Su poesía está en deuda con la de José Emilio Pacheco. Con la de Jaime Sabines, Xavier Villaurrutia y Carlos Pellicer. Se siente más cercano de César Vallejo que de Neruda y, por si fuera poco, también se confiesa deudor de los versos de Oliverio Girondo y de Julio Cortázar.

Ha publicado una novela: Noviembre y pájaros. Tiene editados varios ensayos y es cronista cultural fijo de medios mexicanos y de Centroamérica.

Su maestro José Emilio Pacheco destaca en la obra de Gaspar Aguilera su «poderío comunicante».

Algunos de sus libros más conocidos son: Informe de labores, Los siete pecados capitales, La ciudad y sus fantasmas, Zona de derrumbe, Tu piel vuelve a mi boca, Los ritos del obseso y Los últimos poemas de Dante.

A mí me gusta recordarlo cierta noche, pegado a un teléfono, en una ciudad del Caribe, diciéndole estos dos versos a una muchacha que vivía lejos: «Vengo huyendo hasta la piel de tus murallas/ la soledad me sigue muy de cerca».

Jueves

Un aire devastador

Ahora que Venezuela tiene la libertad en el pico de la piragua es cuando más me acuerdo de Teódulo López Meléndez, de Iván Vivas, Hugo Figueroa, Paco Hung, Napoleón Oropesa, Juan Loyola, Caupolicán Ovalles y Pepe Barroeta.

En estos días, en estas noches adelantadas de Madrid, es cuando tengo sueños recurrentes con sus casas generosas y abiertas a la amistad y a la poesía, al ron y al debate sin límites, sin miedo a las palabras y sin tiempo.

Porque ellos, sus padres y sus amigos vivieron dictaduras de generalotes y procesos de políticos corruptos y venales, pero pudieron recobrar sus ámbitos y rehacer las bibliotecas y fundar revistas y seguir la vida con una libertad individual que nadie podía tocar. Sé que tuvieron puntos y escondites donde ningún extraño con pistola pudo llegar nunca.

Voy a esos viajes a Tovar, Maracaibo, Valencia y Caracas y casi no puedo creer que ellos y otra gente querida, aquella nación que es otro planeta, esté en el medio ya de una emboscada y en los traspatios haya brigadas preparando los cepos y esté dispuesta, señalada la mansión donde pondrán la batería de ordenadores con los nuevos expedientes policiales.

A mí, que he conocido tarde la libertad, me debe doler más que alguien la pierda. Por eso ahora no salgo de Venezuela.

Viernes

'Kriiga, bundolo', Tarzán mata

El escritor cubano David Buzzi Gallegos llegó a Asunción, la capital de Paraguay, a mediados de 1958. En La Habana, en la lucha clandestina contra Fulgencio Batista, se llamaba Pedrito. Y la Policía batistiana había seguido a Pedrito casi hasta la escalerilla del avión de Aerovías Q, en el que llegó a México antes de seguir su viaje al sur.

Nunca explicó por qué eligió aquel país para exiliarse. Allí no conocía a nadie, nadie lo estaba esperando y no tenía ni idea de cómo iba a poder sobrevivir en esa ciudad con nombre de mujer. Un sitio extraño y ajeno, hostil para este estudiante de Derecho que había nacido en el tímido invierno cubano de 1931, en la barriada habanera de La Víbora.

Buzzi estuvo convencido desde muy joven de que sería escritor. Sólo eso le interesaba y a esa vocación se aferró en Paraguay para que el hambre no lo matara en una esquina. Se presentó en una emisora de radio y propuso los guiones de la vida de Tarzán, el hombre mono.

Escribió lo historia a mano, con un lápiz Mirado, al borde de una colombina en la pensión en la que ya debía un mes de alquiler. Contó con aspaviento a los ejecutivos de la planta varias aventuras de aquel individuo blanco que creció en la selva africana. Y aludió a la amistad y a los diálogos francos de Tarzán con los animales salvajes y les garantizó que sería un programa de gran éxito.

Lo aceptaron y él abandonó así su dieta forzada de chocolate con agua y azúcar. La serie triunfó y, además de su trabajo como guionista, se le pagaba un dinero extra porque en la dramatización asumió el papel de Tarzán. Muchos sesentones paraguayos tendrán aún en su memoria los gritos bestiales de David Buzzi cuando ponía a viajar al personaje de liana en liana, a toda velocidad entre las copas de esos rascacielos vegetales, con la enigmática mona Chita aferrada a sus espaldas, a la que el escritor exiliado también le prestaba la voz.

Cuando estaba ya asediado por los sindicatos de actores y por los reclamos de los propietarios de los derechos de autor del personaje, huyó Batista. David Buzzi, que se había casado con una bella muchacha paraguaya, salió en barco para Chile y poco después ya estaba de regreso en su país. Explosivo, polémico, irreal, odiado y querido, publicó cinco novelas: La religión de los elefantes, Mariana, Caudillo de difuntos, Cuando todo cae del cielo y Un amor en La Habana.

Poco a poco, en un proceso complejo, contradictorio y oscuro que alguien escribirá alguna vez, fue a dar otra vez a la oposición. Trabajó como vocero de un partido político de la disidencia interna de tendencia liberal. Lo persiguieron y lo arrestaron muchas veces. Hasta que, en agosto de 1994, se montó en una lancha, en aquel famoso éxodo de balseros conocido como el Maleconazo y terminó otra vez exiliado. En Miami.

En esa ciudad, solo, pobre, desprevenido, entregado a escribir lo que él consideraba el libro de su vida, lo mató un cáncer. Tenía 70 años. Antes, allá lejos, en Africa, Tarzán y Chita habían muerto también.

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