Tal vez por sus orígenes atlánticos y pluviosos, siempre me he imaginado a Mariano Rajoy con chaqué, paraguas y bombín.
Su figura me evoca la de políticos británicos del pasado como Neville Chamberlain o Lord Halifax, exquisitos en las formas aprendidas en Oxford o Cambridge. Una mancha en el chaleco era para esta gente un pecado más imperdonable que la alta traición.
Rajoy -aunque probablemente prefiere un trago de orujo al té de las cinco- parece un político británico en una tierra cainita y de sangre espesa, en la que cada día se asesina simbólicamente al adversario.
Este tipo de dirigentes no abundan por estos pagos. Rajoy me recuerda mucho a aquel señor de apariencia imperturbable que tocaba el piano y leía a los filósofos griegos que se llamaba Leopoldo Calvo-Sotelo.
Calvo-Sotelo, sobrino de ministro y tío de ministra, es de Madrid, pero sus orígenes familiares son -como los de Rajoy- gallegos, de lo que da testimonio su carácter parco y discreto.
Jamás le he visto con bombín -Fraga solía ponérselo cuando era embajador en Londres- pero seguro que lo habría llevado con británica dignidad sobre su despejada cabeza.
Rajoy y Calvo-Sotelo tienen muchas cosas en común, pero la fundamental es que tuvieron la desgracia de ser herederos políticos de dos grandes prohombres: Aznar y Suárez.
Ambos eran intelectualmente superiores a sus jefes, pero mantenían una escrupulosa fidelidad y una mezcla de admiración y temor hacia ellos.
Se decía que Calvo-Sotelo tenía una biblioteca de más 10.000 volúmenes, mientras Suárez se jactaba de no haber leído un libro en su vida y de haberse dormido en la única ópera a la que había asistido.
Rajoy no es tan intelectual, pero absorbe como esponja -nunca ha dejado de ser un opositor al registro de la propiedad- todo lo que lee y cae en sus manos.
Calvo-Sotelo, que había sido presidente de Renfe y ERT, nunca fue un político que destacara por su agresividad ni por su saña contra el enemigo. Pero fue un buen jefe de Gobierno, que cumplió con sus obligaciones y gestionó una etapa muy complicada con sentido común.
Rajoy es también mucho mejor gobernante que líder de la derecha y jefe de la oposición contra Zapatero, que es bastante más astuto y tiene menos principios.
A mí me gustan estos políticos a la británica que adornan sus discursos con una cita de Azaña, que no pierden jamás la composturas y que golpean con guante de seda y luego piden perdón.
Josep Pla nos alerta en sus escritos sobre la II República de los políticos con demasiado ego, que fueron los que hicieron naufragar aquel régimen.
Zapatero pertenece a esa categoría, pero Rajoy y Calvo-Sotelo encajan en la tipología del dirigente que prima los resultados sobre los aplausos de la tribu.
Tienen poco glamour, son aburridos y correctos, les gusta lo concreto más que lo abstracto y, sobre todo, están bien educados. Con todas estas cualidades, el fracaso es seguro en un país que ama la estridencia y el follón. Habrían tenido mejor suerte de haber nacido en Westminster y usar bombín.