Continúan socialistas y populares españoles, y sus correspondientes alrededores, entrechocando sañudamente la cornamenta por el asunto etarra. En la superficie lo que hay son dos diferentes estrategias para tratar con ETA. El PP proclama que la única paz es la que reinará tras la derrota total de ETA. Zapatero, por su parte, ha apostado por un final negociado (y anticipado) del terror.Bajo la superficie, la discusión sobre cómo acabar con la violencia es un medio para un fin. Un arma de una pelea terrible, que ha rebasado los límites de lo políticamente razonable.
El PP, amén del poder, da cauce a la ira surgida de aquellas trágicas y extrañas elecciones del 14 de marzo. La manera en que el PP utiliza toda suerte de materiales para alimentar la locomotora de la tensión me parece, lo he escrito ya otras veces, de un cinismo e irresponsabilidad descomunales. El intento de meter con calzador a ETA en la conferencia de presidentes autonómicos es el penúltimo botón de muestra del desboque. Por su lado, da la impresión que Zapatero llegó a estar tan convencido de su buena estrella, de que su destino y su increíble suerte eran la misma cosa, que despreció los datos de la realidad.
Negarse a la autocrítica tras el atentado de Barajas le sitúa asimismo en el nebuloso valle de la arrogancia. Olvidó el presidente sus límites y también que la suerte es, por naturaleza, caprichosa y traicionera. Me temo, por otra parte, que sin el apoyo, por activa o por pasiva, del PP, ningún gobierno del PSOE podrá salir airoso de una negociación con ETA. Por de pronto, poco van a moverse las cosas en el llamado proceso, si es que no está definitivamente enterrado, hasta que las urnas, en 2008 o antes, pongan a cada uno en su sitio y rebajen, Dios mediante, la insoportable tensión ambiental.
¿Y qué papel debe jugar Cataluña, si es que debe jugar alguno, en este asunto? Pues constructivo y discreto, lo que seguramente pasa por hacer lo que Montilla ha dicho, es decir, apoyar al Gobierno español y ayudar si se le pidiera. Nunca querer protagonismo, ni mucho menos, cometer la imprudencia de entrometerse. Sin frivolidad.Entre otras buenas razones, para evitar que el balón vasco nos sacuda dolorosamente en el rostro. Añadió el presidente catalán que eso era lo que se había hecho siempre.
Debería haber dicho «casi siempre». Fue ciertamente así a lo largo de los 23 años de Pujol, que lo tenía claro, pero no con el anterior tripartito. Recordemos a Carod-Rovira en Perpiñán.Y acordémonos también del presidente Maragall, cuyo sueño era cambiar y hasta redimir a España en un abrir y cerrar de ojos, algo que le llevó a provocar embrollos innumerables.
En esa misma línea, estaría muy bien que algunos sectores en Cataluña abandonaran del todo y para siempre la mezcla de fascinación y acomplejamiento con que a veces se contempla lo vasco. La perversión etarra no sólo ha generado muertes por centenares y un sufrimiento inimaginable, sino que ha desgarrado gravemente la sociedad vasca, que vive dividida.
Uno de los grandes activos del catalanismo o nacionalismo catalán ha sido y es su obsesión por garantizar y robustecer la convivencia, algo del que todos deberíamos estar orgullosos. Creo, pues, que el vasquismo -tampoco el españolismo de derechas o izquierdas- pueden dar lecciones a Cataluña. Más bien lo contrario.