DAVID BRUNAT
BARCELONA.-
Al final, el fútbol es una cuestión de sentimientos.También para los jugadores. Por eso los derbis son especiales, aunque en los últimos tiempos la supremacía azulgrana había convertido el duelo barcelonés en un combate de fuerzas desiguales, casi injusto. Ayer, el derbi renació. Básicamente porque el Espanyol volvió a ser un equipo honorable y valiente, y gracias a ello se llevó la victoria. En una temporada sin agonías pero también sin grandes aspiraciones en la Liga, éste seguramente será el mayor premio que obtenga. Y todo el mundo recordará que los héroes de la noche fueron Luis García, Tamudo y Rufete, como autores de los goles, e Iván de la Peña como artífice de todas las embestidas blanquiazules.
Luis García mordió en cada jugada, quizá porque le pesan cinco años en la cantera del Real Madrid. Tamudo hundió al eterno rival del ejército que capitanea y Rufete, ex azulgrana, hizo estallar el éxtasis. De la Peña destrozó a contragolpes y asistencias al club que le formó y que no quiso apreciar sus virtudes. Fueron los jugadores más motivados. Cuestión de sentimientos.
Por ser, el derbi fue hasta civilizado. De acuerdo que ayudó el despliegue de 400 mossos d'esquadra, pero en un campo de batalla trufado de trampas y trincheras como es la montaña de Montjuïc, los yihaidistas de una y otra hinchada alcanzaron a comportarse.También hubo educación en el palco. Tanta, que la cosa rayó la indiferencia. En un alarde de autoridad, o de provocación, o tal vez de falsa normalidad, Joan Laporta acudió a un hogar donde sabe que no es bien recibido acompañado de nueve directivos.Quería restregarle el triunfo y los millones a su vecino pobre y terminó escamado. Alrededor de ambos se ubicaron los políticos, que en estos casos gustan de poner el rostro. Ahí estaba Jordi Hereu, en su debut como alcalde en un derbi; o Albert Rivera, líder de Ciutadans, que quiso aprovechar este escaparate gratuito.Faltó José Montilla, que demostró una vez más su escasa adicción al opio del pueblo.
El centro de la primera fila del palco fue apasionante. No sucedió absolutamente nada, pero en eso radicaba la gracia. Nunca 30 centímetros de aire dieron tanto de sí. El espacio que separaba los codos de Daniel Sánchez Llibre y Joan Laporta fueron un impenetrable telón de acero. Después de saludarse al inicio, ni se miraron.Laporta se limitó a sonreír con sorna indisimulada cuando marcó Saviola, protagonista de los sueños más húmedos del espanyolismo.Dani no paró de fumar y perfeccionó el rictus para sus partidas de póker.
Y a todo esto, Ronaldinho apareció para demostrar que es el líder del Barça y que merece un respeto, haga o no vacaciones. Debutó en 2007 y fue todo sacrificio. Canalizó el juego de ataque azulgrana y recibió más tarascadas que nadie. El Espanyol se esmeró en desesperar al brasileño, y aunque mandó un balón al travesaño, esta vez fue incapaz de salvar a su equipo. Él también estaba motivado, en su caso por el sentimiento de reivindicación. Pero era un derbi y alguien tenía que perder. Barcelona, cinco años después, fue sólo blanquiazul.
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