Domingo, 14 de enero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6237.
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Si no estamos en paz con nosotros mismos, no podemos guiar a otros en la búsqueda de la paz (Confucio)
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SALVADO POR EL AMOR
El sargento Ziegel quedó desfigurado tras ser atacado en Irak por un coche bomba. El 22 de diciembre de 2004 perdió un ojo, las orejas, labios, nariz y un brazo. Sólo le quedó la novia, con la que se ha casado. Su historia es especialmente conmovedora en la semana en la que Bush pide el envío de 20.000 soldados más
LINDA KRAMER / RICHARD JEROME. Metamora, Illinois (EEUU)

Eran las diez y media de la mañana, cuatro horas antes de su boda, y el sargento Ty Ziegel no conseguía encontrar su mano izquierda. Rebuscó por todos los cajones de su casa, en Washington, hasta que por fin encontró la prótesis y, con los dos dedos que le quedan en la mano derecha, se la acopló al muñón. Ty, de 24 años, se puso su uniforme azul de la Infantería de Marina, se colocó bien su Purple Heart -Corazón Púrpura, condecoración que se otorga en Estados Unidos a los heridos de guerra- y subió a su automóvil, un Silverado de color negro, en el que salió a toda velocidad para reunirse con su novia Renee Kline, de 21 años.

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Ella le esperaba en el estudio de un fotógrafo, poniéndose a punto para hacerse su retrato de boda. Con una tiara de diamantes y rubíes de imitación puesta ya en la cabeza, Renee se estaba enfundando un vestido largo de satén blanco. Cuando Ty llegó, todo lo que dijo fue «¡estás guapísima!». Dos horas más tarde, se encontraban de pie uno junto al otro en presencia de 400 invitados en el auditorio del Instituto Municipal de Enseñanza Secundaria de Metamora, el lugar en que Ty había estudiado, un pueblecito del Estado de Illinois, en el medio oeste, de apenas 3.000 habitantes. El recinto estaba engalanado con guirnaldas de gasa de color blanco y macetas de crisantemos también blancos. Con gran cuidado, Ty deslizó la alianza en el dedo de Renee. Ambos repitieron en voz alta sus votos y se juraron amor eterno, «en la alegría y en el dolor, en la enfermedad y en la salud».

A decir verdad, esta pareja ya ha compartido dolor y enfermedad suficientes como para agotar varias vidas. Llevaban comprometidos más de un año cuando, el 22 de diciembre del 2004, Ty pasó a ser uno más de los 20.000 militares norteamericanos heridos en Irak. Cuando él y otros seis infantes de Marina patrullaban por la provincia de Anbar, el coche cargado de bombas que conducía un terrorista se lanzó contra su camión. Ty, que estaba al cargo de la ametralladora, se llevó la peor parte de la explosión que lo convirtió en una tea ardiendo, lo dejó ciego de un ojo y le destrozó el cráneo, aparte de acribillarle el cerebro con metralla. Tiempo después, los médicos decidieron amputarle el brazo izquierdo por debajo del codo, así como tres dedos de su mano derecha. Ty quedó además brutalmente desfigurado, prácticamente irreconocible, porque las llamas le dejaron sin orejas ni labios y sin la mayor parte de la nariz.

Para Ty y Renee, los dos años transcurridos desde entonces han constituido una prueba durísima, tanto para su amor como para el carácter de cada uno de ellos. En una cultura obsesionada con la perfección física, Ty es especialmente sensible a las miradas y a los murmullos. Como de natural no es introvertido y tampoco tiene pelos en la lengua, incluso hasta el extremo de resultar brusco, asegura que no le da vueltas a lo que ya no tiene arreglo.

Es más bien de los que se toman las cosas con humor negro: «Estoy pensando en escribir un libro, que se titularía algo así como: Sabes que te han volado de un bombazo si un año después resulta que sangras cuando te duchas». Una noche en que salió a cenar con un antiguo camarada de milicia Ty se rió con un hombre que estaba fumando. «Mi amigo -recuerda Ty- le dijo algo así como: "¡Oye, macho! Te importaría... ¿eh? ¿Has visto lo que le ha pasado a éste por fumar?" El tío apagó el cigarrillo y se marchó a toda prisa».

Ese mordaz sentido del humor fue una de las cosas que atrajo a Renee, que no tenía más que 19 años cuando Ty resultó herido y que ahí ha seguido, fiel a su chico, durante el año y medio que ha durado esta terrible pesadilla de operaciones de ojos, injertos de piel, ajustes de prótesis y rehabilitación penosísima.

«He hecho de todo lo que se le pueda pasar por la cabeza a cualquiera -explica Renee, mientras recita de un tirón la retahíla de tareas de cuidado personal en las que ha llegado a ser una maestra-, desde cambiarle de ropa hasta darle de comer, pasando por su higiene personal». Su actitud es, al menos en público, la de quien se ha planteado la situación con un enfoque absolutamente práctico y, si siente algún tipo de preocupación por las secuelas que Ty padece, prefiere guardársela para sí misma. Hay veces, sin embargo, en las que, entre sus allegados, Renee baja la guardia. «Me llamaba desde el hospital hecha un mar de llanto; lo que pasa es que luego pone buena cara», recuerda su madre, Donna Kline.

El romance entre Ty y Renee nació hace ya casi seis años, no mucho después de que él empezara a trabajar en el taller de reparaciones de automóviles que los padres de ella tenían en Metamora, una localidad residencial, rodeada de maizales, a las afueras de Peoria. Cuando se conocieron, Ty estaba todavía en el último curso del instituto y lo habían elegido alumno sobresaliente.

Después de obtener el título de bachillerato, Ty se apuntó a un campamento militar y se hizo reservista de la Infantería de Marina, pero lo movilizaron y lo destinaron a Irak durante los primeros meses de la guerra. Cuando lo repatriaron, en junio del 2003, consiguió empleo como conductor de maquinaria pesada, con la obligación de presentarse en su unidad de la reserva una vez al mes. La unión entre Renee y él se hizo muchísimo más intensa a lo largo de aquel verano, a raíz de que ella perdiera a su padre por culpa de un accidente que sufrió con un vehículo todoterreno.

DECLARACION

Ty se convirtió aquel día de la muerte de su padre en el principal asidero de ella, a la que acompañó durante casi toda la noche sin dejar de hablarle y de consolarle en su dolor. Posteriormente, el 13 de agosto del 2003, con ocasión del decimoctavo cumpleaños de Renee, él echó rodilla en tierra ante ella y le entregó una cajita. Dentro había una nota: «Te debo un anillo de compromiso».

«Eso fue probablemente lo primero y más romántico que había hecho en toda su vida», afirma Renee, en broma, para picarle un poquito. Cuando a Ty le comunicaron que tenía que volver a Irak para un segundo periodo de siete meses, «le dije que nos pasáramos por el palacio de justicia antes de que se fuera porque yo lo único que quería era que fuese mi marido», recuerda la joven. Sin embargo, Ty prefería esperar y celebrar una ceremonia por todo lo alto.

Con el sentido práctico que le caracteriza, compró una casita de tablones de madera, de color blanco, con dos dormitorios, para tenerla lista cuando él volviera. Cuando ella cumplió los 19 años, exactamente al año justo de que él se le declarara, Ty partió para su destino y Renee se dedicó a planificar la boda para celebrarla en primavera.

Entonces, justo antes de las Navidades del 2004, dos meses antes de la fecha prevista para que Ty regresara a casa, Renee recibió una llamada para que acudiera a casa de los padres de él. «Me dio por pensar que él estaba allí -recuerda la muchacha-. Llegué a su casa y ví que su madre estaba llorando. Me dijeron que a Ty le habían puesto una bomba». Aferrándose desesperadamente a la vida, lo habían trasladado por vía aérea al Centro Médico del Ejército de Brooke, en San Antonio.

«A la mañana siguiente cogí un avión y me planté allí con una maleta y ropa para una semana», recuerda Renee. La muchacha tuvo que quedarse a vivir allí durante año y medio. En cuanto vio a Ty por vez primera, en una Unidad de Cuidados Intensivos, se sintió más tranquila. «Era él, tenía su mismo aspecto de siempre, salvo que estaba como hinchado y ennegrecido por las quemaduras», recuerda Renee. Sin embargo, al poco rato se llevaron a Ty de la sala para retirarle las capas de tejido necrosado; cuando las enfermeras lo devolvieron a la UCI, Renee fue incapaz de reconocer a su novio. «Le dije a una enfermera: "Ese no es Ty. ¿Dónde está Ty?"».

Dejando a un lado la fortísima impresión que le causaba, Renee se puso manos a la obra. «Fueron semanas y semanas -cuenta la madre de Ty, Becky Ziegel- de oír una y otra vez que "si consigue pasar de esta noche...", que "si consigue pasar de las próximas 48 horas...". Allí estuvo Renee, durante todo aquel proceso».

Su principal preocupación era que las operaciones que le hicieron en el cerebro -los médicos le extirparon un lóbulo frontal que tenía dañado- afectasen a su personalidad. No podía reprimir su alegría cuando le oía soltar tacos y palabrotas desde la cama del hospital. «Era un milagro, todavía decía palabrotas -cuenta Renee-, no era diferente de como había sido hasta entonces».

MOTIVACION

A lo largo de dos meses mantuvieron a Ty sedado profundamente. Durante todo ese tiempo, Renee le hizo objeto de toda clase de manifestaciones de afecto, se ponía guantes esterilizados para estrechar la mano que aún le quedaba y se acercaba a su cara para besarla. Por entonces todavía no podían besarse en los labios; no pudieron hacerlo hasta que los cirujanos le crearon unos nuevos con tejido que le trasplantaron de las ingles. En cuanto a un grado mayor de intimidad, tuvieron que transcurrir meses; ahora, según Renee, «todo es igual que era antes». La dedicación absoluta que volcaron sobre él su novia y su propia madre, sostiene Ty, aceleró su recuperación: «¿Por qué iría nadie a querer ponerse bien si no hubiera nadie por quien ponerse bien?», pregunta.

Cuando Ty ya fue más consciente de su situación, alrededor del día de San Valentín del año 2005, los médicos recomendaron a Renee que no le revelara la extrema gravedad de las heridas que había sufrido. En palabras de ella, la conmoción que le habría producido saberlo podría haberle hundido en un «estado depresivo». «Si lo sacábamos al aire libre -explica Renee- y él pedía que le pusiéramos unas gafas de sol, no podíamos decirle que no podía ponérselas porque no tenía orejas».

A medida que iba saliendo de la nebulosa en que vivía, Ty iba captando poco a poco la realidad. Un buen día se daba cuenta del muñón en que se había convertido su robusto brazo izquierdo; otro se veía de pasada en un espejo mientras le colocaban la prótesis. «Estábamos hablando un día -cuenta Renee- y me dijo que se había visto. Me dio un vuelco el corazón. No dejó entrever ningún tipo de reacción cuando me lo dijo». Ty no suelta prácticamente ni palabra acerca de cómo se fue haciendo a su nuevo aspecto. «Supongo que me lo tomé bastante bien», dice. Renee sí da a entender algo sobre lo que ha supuesto esto para ella. «El no se parece en nada a como era -reconoce-, pero lo miro y veo a Ty. Ahora ya ni siquiera me doy cuenta de las diferencias».

En mayo del 2005, Ty, Renee y Becky se trasladaron a la Fisher House, una vivienda comunitaria para soldados en período de recuperación y para sus familiares, en la que vivieron durante 14 meses. Desde que llegó, la pareja impresionó a todo el mundo por el desparpajo y el dominio de la situación que ambos demostraron.

«Él era un tipo bien plantado, de lo más chulo que se puede ser, y ella no le iba a la zaga. Ty no se corta un pelo a la hora de decir lo que piensa y Renee está siempre a su lado», cuenta Stephanie Angle, terapeuta ocupacional. Mientras Ty se sometía a una terapia rigurosa, Renee hacía la comida y estrechaba relaciones con otras jóvenes esposas de soldados. A veces se reunían para echar un cigarrillo en un cenador y para evadirse un poquito de la realidad. Por la noche, Ty y ella jugaban a las cartas o veían la televisión. Ty se creó una cierta fama de que servía de tabla a la que otros pacientes podían agarrarse y a los que motivaba cuando les invadía el desánimo. «Si se quejaban por cualquier tontería, me veían y se daban cuenta de que era mejor que no se quejaran», afirma.

Tanto Ty como Renee sirvieron de gran ayuda al sargento Jason Leisey, su vecino del piso de arriba en la Fisher House, que había perdido en Irak todos los dedos de su mano izquierda. «Yo había visto que a algunos compañeros les habían abandonado sus chicas -cuenta Leisey, de 26 años- pero, en su caso, parecían estar cada vez más unidos».

Con el tiempo, Ty y Renee empezaron a atreverse a salir por San Antonio. Uno de los lugares que más les gustaba frecuentar era un salón de tatuajes en el que Ty se hizo grabar en una pierna la leyenda Chicks Dig Scars (Las chavalas dejan cicatrices). Por supuesto, salir al mundo significaba tener que hacer frente a la curiosidad de los extraños. «Los críos se me quedaban mirando y yo les concedía el beneficio de la duda, les saludaba y les decía hola. Pero, si seguían allí, como unos mierdillas, yo les hacía alguna mueca rara, o me escondía a la vuelta de una esquina, y luego me asomaba de repente cuando pasaban por delante», dice travieso.

Con ocasión del cumpleaños de él, el pasado 18 de octubre, Renee se llevó a Ty de fin de semana a un hotel junto al Riverwalk, el bonito paseo al borde del río que hay en la ciudad. Estuvieron comiendo y bebiendo en el restaurante con unos amigos y luego se retiraron a su habitación. Ty hizo entonces algo que, para sorpresa de Renee, ella no le había visto nunca hacer con anterioridad: llorar. «Él me dijo que lo sentía por mí, que no me merecía todo aquello», recuerda Renee. Sin embargo, ella se negó a compadecerle o a compadecerse a sí misma. «Le conminé a que cerrara la boca inmediatamente: "Te he visto mucho peor que ahora", le solté. "Estoy aquí porque me da la gana"», le dijo.

LA BODA

En julio pasado, Ty y Renee regresaron al fin a su lugar de origen, ya para quedarse, y se instalaron en la casa que Ty había comprado. En septiembre, unos cuantos conciudadanos suyos se juntaron para cambiar el tejado de la casa, construir un porche nuevo en el lado de la fachada y reparar los suelos. Renee había renunciado a ir a la universidad para dedicarse a cuidar a Ty, pero ahora tiene pensado matricularse en enero en el Central College de Illinois. Ty tenía la esperanza de seguir trabajando en la reserva de la Infantería de Marina pero no le gusta nada el trabajo de oficina y se ha acogido a la jubilación por salud. De momento viven de su pensión y del salario de Renee de camarera a media jornada. Indeciso todavía sobre a qué se va a dedicar, Ty añade que «no he descartado nada».

La pareja se ha hecho a las rutinas habituales: salen de copas con los amigos o a cenar con la familia. De los dos, sigue siendo Ty preferentemente el que conduce, siempre peleándose con Renee por el CD que ponen en el autorradio. Ella prefiere la música country; él es un forofo del heavy (tocaba un poquito la guitarra antes de que lo hirieran).

Ty ha decidido que no se va a poner las orejas ni la nariz ortopédicas. Requieren un montón de trabajo para pegárselas todas las mañanas y despegárselas por la noche. «Todo sigue siendo exactamente igual, con la única diferencia de que a él le metieron un bombazo. Nos levantamos por las mañanas y hacemos todo lo que hacíamos antes. La única diferencia es que le ato los botones de los pantalones, que es lo único que no ha aprendido a hacer», afirma Renee del hombre al que en plan socarrón llama Mr. Potato Head (el señor cabeza de patata).

Ferozmente celoso de su independencia, Ty suele rechazar por lo general los ofrecimientos de ayuda de Renee. Apenas si recuerda nada de la explosión -«fue como si me hubieran atizado con un bate de béisbol», explica-; tampoco experimenta la sensación del miembro imaginario que con frecuencia obsesiona a los mutilados, y sólo de vez en cuando toma un analgésico para el dolor de cabeza.

En vísperas de su boda, Ty y Renee asistieron con más gente a una barbacoa en casa de los padres de él. Mientras se atizaban sus buenos tragos de Jägermeister, un licor de hierbas, en la cocina, él hacía bromas con su padre, Jeff, de 53 años, y otros soldados con los que había trabado amistad durante el período de rehabilitación. Luego Ty y Renee se juntaron a solas en el jardín y se dieron un paseíto al margen de los invitados. A la luz de la luna llena, ella se inclinó hacia él y se besaron.

Sus labios se volvieron a unir al día siguiente, cuando Steven Huff, capellán de la Infantería de Marina, los declaró marido y mujer. Los asistentes a la ceremonia prorrumpieron en gritos de alegría mientras Ty y Renee salían fuera del auditorio a cuyas puertas, bajo un sol radiante, un destacamento de infantes de Marina desenfundó al unísono sus sables para formar un arco bajo el que pasaron los novios.

«Lo habitual suele ser que se diga que los opuestos se atraen pero creo que son almas gemelas. Si Renee es capaz de tirarse un pedo y un eructo delante de Ty, estoy convencida de que están hechos el uno parta el otro», dijo la cuñada de Renee, Christie Kline, en su brindis por la pareja. Hay algo más, claro, y, lo reconozcan o no, los Ziegel van a tener que hacer frente a más problemas que la mayoría de las parejas.

«En estos momentos -comenta Huff, el capellán-, todo es maravilloso. Todo el mundo de Metamora estaba en la ceremonia o tenía noticia de que se celebraba. El problema es que cuando se acabe el jolgorio y los amigos y familiares vuelvan a la rutina de siempre, dependerá exclusivamente de Ty y Renee el hacer que su matrimonio funcione».

La pareja tiene previsto ampliar la familia en uno o dos años. Renee no está preocupada por la reacción que puedan experimentar los hijos ante el aspecto físico de su padre. «No van a conocer nada diferente», subraya, aunque Renee es consciente, por supuesto, de que es diferente. «Yo me enamoré de su corazón -insiste-, y eso no se lo han quitado».

PEOPLE (c) 2006 Time Inc.


AMOR DE INSTITUTO.

Ty, 24 años, y Renee, 21, se conocieron en el instituto. Se comprometieron poco antes de que él fuera enviado a Irak. El 22 de diciembre de 2004, su patrulla fue atacada por un coche bomba.


EL BESO.

Renee tuvo que esperar meses de larga recuperación para poder besar a su novio. No pudo hacerlo hasta que Ty tuvo sus nuevos labios.


RUTINA.

«Muchas personas me hacen preguntas sobre mis heridas y no me parece mal. Prefiero que me pregunten a estar tres metros bajo tierra».

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