JOSÉ MANUEL VIDAL
MADRID.-
La Iglesia católica es una de las instituciones que más años lleva dedicada a la atención a los inmigrantes. Y la que mejor conoce su situación vital y sus problemas más hondos. Por eso, los obispos muestran su profunda preocupación por «la imperfecta o nula integración de la primera generación de inmigrantes, que repercute en una deficiente integración de los jóvenes de la segunda generación».
Este es uno de los aspectos preocupantes del fenómeno migratorio que denuncia el episcopado en su mensaje con motivo de la Jornada Mundial de las Migraciones, que se celebra hoy. Pero hay más. Por ejemplo: «La emigración femenina y de niños, más expuestos al tráfico de seres humanos y a la prostitución; el empeoramiento de las condiciones para la integración y la reagrupación familiar de los refugiados, o las dificultades de los estudiantes extranjeros, especialmente de los casados».
La Iglesia denuncia también a las «mafias que negocian con personas humanas» y reconoce abiertamente que «en España seguimos viviendo la situación de numerosas personas que llegan a nuestro país sin los requisitos legales que les garanticen un trabajo y una vivienda dignas y un futuro con esperanza; a veces corren en el camino un riesgo grave, al que algunos sucumben. Con frecuencia son víctimas de desaprensivos que los explotan antes de salir de sus respectivos países, en el camino o en la llegada al nuestro».
Dignidad y derechos
Para poner coto o, al menos, aliviar los problemas de la emigración, los prelados de la comisión episcopal de Migraciones, que preside José Sánchez, obispo de Sigüenza-Guadalajara, piden a los responsables gubernamentales que «establezcan normas justas y medidas adecuadas, que defiendan y tutelen la dignidad y los derechos de los inmigrantes y de sus familias».
Invita, asimismo, a toda la sociedad «a ver a los inmigrantes y a sus familias no como una carga o un peligro, sino como una riqueza» y a «acogerlos cordialmente, a servirlos como hermanos y a facilitarles su pacífica y enriquecedora integración».
Y mirando hacia sus propias filas, los obispos advierten que «los inmigrantes católicos han de sentirse desde el primer momento en la Iglesia del país de acogida, en sus instituciones y organizaciones, como en su propia casa, en su familia, con los mismos derechos y obligaciones que los autóctonos y sus familias. El ideal es que lleguen a convertirse en sujetos activos, en la pastoral y la vida de la Iglesia local, plenamente integrados, conservando su carácter específico».
Eso no quiere decir que la Iglesia no atienda a inmigrantes de otras confesiones. «Todos han de ser objeto de la preocupación de la Iglesia y de sus desvelos de madre. A ellos han de ir destinados también los servicios de la Iglesia en el aspecto sociocaritativo, los de acogida y acompañamiento, o en la defensa de sus derechos», dicen los obispos.
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