Domingo, 14 de enero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6237.
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Otra etapa en la purga del peronismo
ROBERTO PARETO

Para la mayoría de los argentinos la revisión del pasado trágico de su país es una tarea indispensable: un reto que se debe afrontar para construir una sociedad basada en los principios democráticos y de la dignidad del individuo. Sin embargo detrás de la iniciativa de juzgar a Isabel Martínez de Perón, por los excesos cometidos entre los años 1973 y 1976, existe una clara voluntad política. El juez Raúl Acosta no hubiera dictado la orden de captura contra la ex presidenta, sin estar convencido de contar con la aprobación -tácita o abierta- del actual gobierno, sobre todo de quien lo encabeza.

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Con esto no se pretende decir que la decisión de enjuiciar a la viuda de Perón venga directamente de Néstor Kirchner. Pero no se puede ignorar la relación que existe entre la exhumación de un caso olvidado -el papel secundario de Isabelita en el exterminio llevado a cabo por los militares- y el proyecto político de Kirchner.

Como bien se sabe, el actual presidente se ha propuesto crear un nuevo movimiento que aspira a renovar al peronismo desde las raíces. Un proyecto que dio sus primeros pasos con las alianzas que Kirchner ha establecido con ciertos sectores de la oposición, que no comulgan con los predicados de Perón. Es en aras de ese objetivo, el de crear una fuerza política junto con los partidos de centroizquierda, que Kirchner se empeña en desvincularse de los actos cometidos durante el período más oscuro de la historia del peronismo y de sus protagonistas.

Para lograr ese objetivo es necesario sacrificar las figuras de Isabelita y de los personajes más influyentes de su malogrado gobierno: peronistas ortodoxos como el difunto José López Rega o de los ex ministros Carlos Ruckauf y Antonio Cafiero. El proceso contra los miembros de la Triple A, la banda paramilitar que organizó López Rega, también sirve al intento de Kirchner de purgar de sus manchas la historia del Partido Justicialista (fundado por Perón).

Hasta este punto, la estrategia de Kirchner ha dado excelentes resultados. La idea de no dejar impunes a los responsables civiles de los secuestros y desapariciones de los años 70 ha encontrado un eco favorable en la opinión pública. Y ha arrinconado a las facciones más conservadoras o fundamentalistas del peronismo, ya que oponerse a los procedimientos judiciales contra Isabelita o contra los pistoleros de la Triple A sería un acto de suicidio político. Incluso el ex presidente Eduardo Duhalde, que fue citado a declarar en la causa en la que se investigan los crímenes de la milicia fascista, tuvo que admitir que es «un acto sano para la democracia».

Hay que tener en cuenta que el proceso abierto contra la ex presidenta rompe un pacto que data de 1983, cuando el entonces presidente Raúl Alfonsín se comprometió a que la Comisión Nacional de Desaparición de Personas (CONADEP) no investigaría los delitos de lesa humanidad, perpetrados antes de que los militares usurparan el poder, en marzo de 1976.

Los dirigentes peronistas presionaron al primer gobernante democrático que tuvo Argentina, tras siete años de dictadura, para que barriera bajo la alfombra las acciones del ala derechista del movimiento. En aquel período, el de la restitución de la democracia, algunos de los consejeros de la frágil y errática Isabelita aún eran influyentes dentro del Partido Justicialista. Pacientemente y con astucia, Kirchner ha ido excluyendo a esos ortodoxos, inclinados al autoritarismo, de los centros de poder. El enjuiciamiento de Isabelita es una etapa más en el metabolismo que experimenta la principal fuerza política de Argentina por obra de Kirchner.

Roberto Pareto es profesor de Historia contemporánea argentina de la Universidad Central de Córdoba.

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