MARTIN PRIETO
Operación Barbarroja
Autor: Alvaro Lozano. Editorial: Inédita. Madrid, 2006.
El aristócrata Carl von Clausewitz es el teólogo de la guerra moderna. Participó en numerosas campañas con otros ejércitos como era habitual en las guerras napoleónicas y mantuvo un azaroso correo con su amada esposa a través de postas enviando sus cartas/notas manuscritas sobre todas sus experiencias. Murió demasiado joven aún para la época en una pandemia sin publicar nada y sólo al celo de su viuda debemos hoy el clásico De la guerra y otras obras como aquella campaña rusa editada recientemente por Inédita que repite en Operación Barbarroja, de Alvaro Lozano, las vicisitudes de penetrar militarmente en tan basto y amplio territorio.
Es cierto que los rusos cambian espacio por tiempo. Napoleón Bonaparte entró a Rusia como un cuchillo en mantequilla caliente y ocupó Moscú mientras los ejércitos zaristas se retiraban dejando la tierra quemada e incendiando la capital moscovita. El clímax se narra perfectamente por León Tolstoi en Guerra y Paz. Napoleón vagó por el Kremlin esperando durante 16 días algún intento de comunicación con el zar. Los rusos guardaron un pétreo silencio. Aquella espera supuso la ruina bonapartista porque se le echó el invierno encima y no tuvo otra alternativa que regresar a su Francia con el desdentado Kutuzob royéndole los talones.
Alvaro Lozano, diplomático que sirvió en Turquía y Bolivia, nos ofrece en Operación Barbarroja un análisis exhaustivo de todos los errores de Hitler, de los que se hubiera librado leyendo a Clausewitz. Hitler, un psicótico de manual, no era sin embargo un patán y poseía extensos conocimientos de estrategia militar. Su ataque a la Unión Soviética era tan inevitable como la antinomia nazismo-bolchevismo. Por razones tácticas y para evitar luchar dos frentes se firmó el Pacto Ribbentrop-Molotov, y hasta el último minuto de la invasión se suministró material estratégico a los soviéticos. Su Alto Estado Mayor le previno contra mantener una guerra en dos frentes. El führer les contestó: «Rusia es una casa podrida; en cuanto demos una patada en la puerta se derrumbará todo el edificio». Como Napoleón en Moscú, Hitler perdió valiosas semanas en atacar ocupándose de la invasión de Grecia y Yugoslavia.
El comienzo de la Operación Barbarroja fue un paseo militar; la aviación soviética desapareció por completo de los cielos y las columnas de Panzer embolsaban a los soldados soviéticos como en un juego. Hitler dio instrucciones a su Estado Mayor de romper las reglas de la guerra que las mantuvo en el occidente europeo, se asesinaría a los comisarios políticos del Ejército rojo, se exterminaría a la población judía y a los civiles inocentes los condenaría al hambre.
Stalin estuvo una larga semana totalmente ebrio en el Kremlin hasta que despertó con su conocida ferocidad. Con los alemanes cercando Leningrado y a un tiro de Moscú, la inflexión se produjo en Stalingrado, una ciudad que el propio Stalin no pensaba defender y que el führer no estimaba necesario tomar. Pero se produjo la atracción fatal, como un imán a las virutas del acero. El zorro soviético consiguió sorprender al lobo alemán: mientras le sujetaba por las narices en Stalingrado traía reservas siberianas que cruzando el Volga destruyeron el flanco izquierdo alemán, compuesto por tropas italianas, búlgaras y rumanas. El mariscal Von Manstein, el mejor militar alemán, muy superior a Rommel se acercó con sus tropas para auxiliar a Paulus. Le pidió que abandonara el armamento pesado y que con la infantería intentara acercarse a él. El mariscal Paulus, encerrado y con gastroenteritis, acabó rindiéndose.
A partir de allí, ya todo fueron retrocesos. El general Invierno desenfundó su sable. A mitad del conflicto Alemania ofreció a Inglaterra pasaporte para todos los judíos a cambio de 40.000 camiones. Murieron 10 millones de rusos. La fachada más sanguinaria de la II Guerra Mundial.
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