Dos importantes noticias han sacudido esta semana a la opinión pública de Galicia. La primera fue la decisión de Pescanova de apostar por Portugal -y no por una ubicación gallega- para construir la mayor piscifactoría mundial dedicada a la producción de rodaballo, que supondrá una inversión de 140 millones de euros y unos 200 puestos de trabajo. La segunda fue el cierre, por la empresa alemana Henkel, de la fábrica de jabones de La Toja, abierta durante 15 años y de la que actualmente viven 150 personas en la localidad coruñesa de Culleredo.
Ambos no son asuntos equiparables. El de Henkel no es más que el típico modelo de deslocalización en el que una multinacional se lleva la producción a otras latitudes -en este caso a Europa del Este- para ahorrar costes. El caso de Pescanova es más complejo. La empresa que preside Manuel Fernández de Sousa quería construir su planta de rodaballo junto al cabo Touriñán, un espectacular paraje de acantilados situado en el corazón de la Costa da Morte. La Xunta se escudó en que pertenecía a una red de espacios protegidos para denegar el permiso. Lo que el Gobierno de Pérez Touriño no dijo es que el impacto ambiental de este tipo de negocio es meramente «visual», como aseguran los sindicatos, y que el reglamento de la red de espacios protegidos permitía una piscifactoría si se cumplían ciertos requisitos. En lugar de pactar con la empresa, se le invitó a buscar otras ubicaciones. Pescanova lo hizo y esta semana anunció la elegida: la localidad de Mira, en Portugal.
Los acontecimientos de esta semana no pasarían de ser dos desgraciadas anécdotas si no fueran acompañadas de un cierto clima de agotamiento en el tejido industrial gallego, azotado por las deslocalizaciones, los movimientos accionariales y la venta de empresas a inversores foráneos. En vez de tratar de dar la vuelta a la situación a base de incentivos fiscales, la Xunta viene presionando a los dos máximos empresarios gallegos -Manuel Jove y Amancio Ortega- para que inviertan en sectores estratégicos, en una actitud impropia de una economía de mercado. Sería injusto decir que los problemas industriales que atraviesa Galicia son fruto exclusivo de la política de la Xunta, pero no cabe duda de que el radicalismo de algunas iniciativas del Bloque ha contribuido a crear un clima de desconfianza que agrava problemas estructurales. Touriño debería tomar nota de ello y dar un nuevo rumbo a su política.
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