Si la tasa de desaparición de especies animales y vegetales en la superficie terrestre del planeta ya es elevada, la de los océanos es hasta cinco veces superior. Ésta es una de las preocupantes conclusiones de la obra La exploración de la biodiversidad marina. Desafíos científicos y tecnológicos, coordinada por Carlos Duarte, profesor de Investigación del CSIC en el Instituto Mediterráneo de Estudios Avanzados, editado por la Fundación BBVA.
En este trabajo de investigación participan 12 destacados cieníficos internacionales, muchos de los cuales participan en un estudio oceanógrafico internacional para conseguir el inventario completo de las especies marinas. Este censo, que comenzó a principios de esta década con la participación de cientos de investigadores y más de 30 países, concluirá en 2008 y será editado en 2010.
Pero tan ardua labor nunca se va a poder concluir en un tiempo razonable, porque la dificultad de explorar los océanos, unido a la desaparición vertiginosa de especies, va a dificultar una conclusión para finales de esta década. Es más, a la velocidad actual de descripción de especies, se necesitarían entre 250 a 1.000 años, según se reconoce en la obra científica.
Cada año se describen unas 1.635 especies nuevas marinas, y en la actualidad hay registradas cerca de 250.000 especies. Esta cifra indica que la biodiversidad marina representa tan sólo el 15% de la biodiversidad global conocida, que son 1,6 millones de especies.
Los científicos saben que lo que se conoce del medio marino no es más que una pequeña parte de lo existente. Se basan en que los océanos, con una extensión de 361 millones de kilómetros cuadrados y una profundidad media de 3.730 metros, cubren el 71% de la superficie del planeta. Asimismo, los primeros fósiles conocidos, datados en 3.500 millones de años, corresponden a organismos marinos; y las primeras especies animales también aparecen en el mar hace 640 millones de años (las primeras especies animales terrestres aparecieron hace 400 millones de años).
Esa enorme biodiversidad que intuyen los expertos se encuentra más disponible para la investigación en las cerca de 100.000 montañas submarinas que superan los 1.000 metros de altitud; no obstante, únicamente se han muestreado cerca de 350 y sólo 100 se han estudiado con detalle.
Son precisamente estas cumbres submarinas, las más cercanas a la superficie, las que están sometidas a la destrucción que la pesca de arrastre de profundidad provoca con su actividad cada día más intensa. Esto podría tener graves consecuencias en un ecosistema aún por clasificar, según el autor.
La obra ofrece unas interesantes comparaciones entre el sistema terrestre y el marino: el retraso en la investigación sobre la biodiversidad marina es enorme en comparación con la biodiversidad terrestre, puesto que los estudios científicos terrestres son 10 veces superiores a los marinos.
Este retraso se hace también patente en el ámbito de la conservación, pues los arrecifes de coral y las praderas submarinas sufren una tasa de pérdida cinco veces superior a la de los bosques tropicales y, a pesar de ello, el área marina protegida es inferior al 0,1% de su extensión, frente al 10% de protección de la superficie terrestre.
Finalmente, el número de especies marinas cultivadas tras sólo 30 años de acuicultura intensiva supera con creces a las especies animales de la ganadería terrestres después de casi 10.000 años de actividad ganadera.