LAURA FERNANDEZ
BARCELONA.-
Reconocida escritora y magnate de la edición es vista noche tras noche en la misma silla roja de un esperpéntico bingo barcelonés. No cree en la suerte, pero sí en las emociones artificiales, por eso apuesta, nunca más de tres euros por cartón.
Esther Tusquets no tiene miedo porque «con la edad se pierde de todo», y lo mismo le da salir de casa a las tres de la madrugada, subirse a un taxi y meterse en el Billares, que admitir su ludopatía ante quien pregunte por ella. «Envejecer es un asco. Y eso que dicen que cada edad tiene sus ventajas es mentira. Lo peor de crecer es ir perdiendo la ilusión por todo, darte cuenta de que en realidad hay muy pocas cosas importantes. Y la ludopatía no es una de ellas», dice la editora, que reflexiona sobre los entresijos de la vejez y el delirio del juego en ¡Bingo!, su última novela, publicada por Anagrama.
No es que Esther Tusquets pase literalmente noche sí y noche también en el bingo, pero la anécdota ha acabado convirtiéndose en costumbre «divertida». «Me dejé llevar un día de casualidad y al principio pensé que era aburrido. Pero luego volví y volví. Me fascinó el ambiente. Ir sola al bingo es una experiencia increíble», explica Tusquets.
En ¡Bingo!, la autora toma como punto de partida su experiencia para componer su novela «menos autobiográfica». «Casi todos los personajes son inventados, aunque es cierto que algunas anécdotas salen de lo que he vivido este último año y medio». La nouvelle narra las peripecias de un notario al borde de los 60 que, como la autora, se inicia en los placeres del bingo y acaba enamorándose de Elisa, la chica que canta las bolas.
Desde su silla, el lector observa el ir y venir de un sinfín de personajes para los que «los números tienen vida propia». «De repente te pone el corazón a 100 que pueda salir el número 15. Y el momento en el que consigues cantar un bingo es realmente glorioso», admite Tusquets, que se aficionó al juego a los cinco años, cuando se escondía para jugar al póquer con sus amigos.
La autora, que combina la escritura con partidas virtuales de bridge («tengo dos ordenadores, uno junto a otro, y en uno tengo abierta la novela y en el otro estoy jugando contra un experto turco»), afirma que su ludopatía está totalmente controlada, aunque «me tengo prohibido entrar en un casino. Soy una ludópata contrariada o controlada», dice.
Su alergia a las supersticiones es su argumento más firme en este sentido. «Hay quien filosofa en el bingo y dice que en realidad todo depende de la mesa en que te sientas. Hay quienes se van cuando ven entrar a un chino porque dicen que si hay un chino no canta nadie», cuenta y, sobre todo, insiste en la generosidad de sus nuevos amigos. «Mi último cumpleaños lo celebré en el Don Pelayo. Entró una mujer gordísima a la que no conocía de nada y de repente estaba pidiendo una tarta para mí. Me montaron una especie de pastel con pastas y lo coronaron con dos velas que tuve que soplar. Fue absolutamente delirante. Pero lo pasé genial», recuerda.
Nada que ver con el estirado ambiente del bridge. Camuflada, la autora invita a cartones a sus nuevas amigas, que nada saben de su condición de espía literaria, aunque algo sospechan. «Hace poco una se me quedó mirando los zapatos y me dijo: 'Esos zapatos son caros'. Fingí que no tenía ni idea y al final le dije que me los había comprado para ir de boda. No sé si me creyó».
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