El Barcelona va segundo y el Real Madrid, tercero en la Liga. Segundo y tercero por arriba, es preciso añadir. Empatados entre sí y a dos puntos escasos del líder. O sea, es necesario remachar que el Barcelona y el Real Madrid no van segundo y tercero por la cola, en zona de descenso, sino que están disputando al Sevilla, por el momento, el medio metro cuadrado sobre el que pone sus botas el futuro campeón.
Sin embargo, la sensación de que ambos equipos están en ruina deportiva -el Madrid, sobre todo-, al borde del precipicio, desarbolados por la incompetencia, la golfería y la crisis es general.
La prensa y, por consiguiente, el público reclaman no sólo un cien por cien de resultados positivos, la victoria y la imbatibilidad permanentes, sino que, oscilando según convenga entre la idea de que participan en una competición y la idea de que ejecutan algo parecido al ballet clásico, exigen por igual tanto puntos como belleza en su exhibición.
Antes se decía que el fútbol era el opio del pueblo. Ahora habría que decir que el fútbol, como la política, es la anfetamina del pueblo, algo que, lejos de adormecer, excita los nervios del personal hasta perder la calma y la ponderación.
Así está el país, sumido en la negación encabronada de toda virtud, en la crítica más despiadada, en el más tóxico pesimismo. Da lo mismo que mucha gente esté haciendo las cosas bien. O nadie habla de ellos, o no se les reconoce su valía, sino todo lo contrario.
El otro día ví durante un par de minutos al tal Risto Mejide en la tele. Su éxito ha sido fulminante. La audiencia de su programa sube por momentos, y ya ha fichado por una radio. Es otro síntoma. El público -el mismo del fútbol y de la política- está encantado con él porque despedaza a los concursantes. Los chicos estudian, ensayan y tienen buenas voces, pero la gracia del asunto está en el momento en que llega Risto y los tritura. Las televisiones privadas han creado el modelo de bronca entre todos y demolición de cualquiera que estamos disfrutando en la política y en la calle. ¡Bravo por el servicio público!
Y falta hablar de la chabacanería, que es el azúcar que endulza esta hiel.
Ahora Pedro Ruiz se dispone a estrenar en Madrid un espectáculo titulado Pandilla de mamones. Este título está muy ajustado. Eso es lo que pensamos todos de los demás: que son una pandilla de mamones y, por qué no decirlo, unos hijos de puta.
Por tanto, lo normal es que, cuando a Pedro Sanz, presidente de La Rioja, le preguntan por la clandestina y pirata grabación de las palabras de Zapatero en la reunión de presidentes autonómicos, diga lo que ha dicho: «Me importa un pimiento. ¡Que les den por ahí!». Se ha quedado corto, este hombre. ¡So mamones!, hubiera añadido yo con toda tranquilidad.
¿Va a durar esto mucho tiempo más? ¿Qué piensas tú, lector traidor, cobarde, analfabeto y, por supuesto, mamón?